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El renacimiento epicúreo‏

Escrito originalmente en inglés para Humanist Life, una publicación del British Humanist Association.

Según los anales de la historia, en el siglo VI el emperador Justiniano cerró definitivamente todas las escuelas de filosofía que competían con el cristianismo. Esto fue lo último que supimos de la escuela epicúrea, cuya tradición se había mantenido culturalmente vibrante durante siete siglos. Epicuro había sido uno de los primeros en proponer hace 2,300 años la teoría del átomo, el contrato social como base para que reine la ley y la posibilidad de un proceso empírico de búsqueda de la felicidad: una ciencia de la felicidad. Estas escuelas progresistas eran oasis de tranquilidad, razón y placer conocidas como jardines, donde los ideales de amistad civilizada florecieron y los hombres, mujeres e incluso los esclavos participaban en el discurso filosófico como iguales.

Si un conjunto de doctrinas puede ser considerado como el fundamento de la filosofía epicúrea, sería el Tetrafármaco: los Cuatro Remedios. Para fines didácticos, las enseñanzas siempre se han impartido en forma de cortos adagios fáciles de memorizar. Hay muchos más de cuatro remedios en el epicureísmo. Sin embargo, éstos son reconocidos como el núcleo de la enseñanza del cual el resto de la filosofía fluye:

No temas a los dioses
No temas a la muerte
Lo agradable es fácil de alcanzar
Lo doloroso es fácil de soportar

En sus Doctrinas Principales 11-12, Epicuro aboga por el estudio de la ciencia como una forma de emanciparnos de miedos irracionales. Para los naturalistas que no creen en los dioses o espíritus, los dos primeros fármacos se pueden traducir como: «No temas al destino o la suerte, ya que es inútil luchar contra aquello sobre lo que no tenemos ningún control. Se genera sufrimiento innecesario».

El poeta epicúreo romano Lucrecio, en su De Rerum Natura (Sobre la naturaleza de las cosas), dedica largas porciones del poema filosófico a explicar fenómenos naturales tales como como el trueno y los movimientos de los cuerpos celestes, no como obra de los dioses sino como algo natural, ya que el temor a los dioses es visto como incompatible con la vida civilizada . Puesto que él no pudo en esos días para producir una teoría completamente científica para explicar todos estos fenómenos, proporcionó varias teorías posibles para muchos de ellos sin apoyar oficialmente ninguna y humildemente reconoció que pensadores futuros probarían los puntos principales de su cosmología naturalista y científica, lo cual finalmente hicieron. Y así podemos decir que su actitud básica no solo era sobria, sino que también respetaba nuestra inteligencia lo suficiente como para no exhibir arrogancia y certeza que no tenía. El tiempo mostró su buen juicio … y su sinceridad.

El hecho que la prohibición de temer a los dioses, y en contra de la religión basada en el miedo en general, sea el primer y principal tabú en la filosofía epicúrea, sigue siendo refrescante hasta el día de hoy.

El segundo remedio es elaborado en una serie de enseñanzas y aforismos que sirven como una forma de terapia cognitiva para lidiar con el trauma de la muerte. Entre ellos, la más memorable es puramente hedonista. Se resume así:

La muerte no es nada para nosotros, ya que cuando somos la muerte no ha llegado, y cuando la muerte ha llegado no somos.

También está el argumento de la simetría, que compara el tiempo después de nuestra muerte al tiempo antes de nuestro nacimiento del que no tenemos memoria. Puesto que no hay nada, ¿por qué temerle? Es tan poco inteligente ser innecesariamente atormentado sobre la vida venidera, como lo es ser atormentado por el estado antes del nacimiento. Sostengo que con frecuencia eran no sólo las enseñanzas, sino la manera en que fueron impartidas, en el contexto de una comunidad afable de amigos-filósofos, que servía de consuelo y que es imposible replicar la paz y la convicción de Epicuro dio a la humanidad sin este sentido de comunidad.

Las dos últimas declaraciones del Tetrafármaco sobre cómo debemos evaluar nuestros deseos y discernir cuáles son innecesarios frente a cuáles son necesarios, cuáles llevan al dolor cuando son satisfechos o ignorados frente a cuáles no. Por este proceso analítico, uno aprende a contentarse con los placeres simples de la vida, los más fáciles de alcanzar y que llevan a poco o ningún dolor. Es aquí donde los verdaderos frutos del entendimiento epicúreo comienzan a ser cosechados y se vive con mayor facilidad. Las mejores cosas en la vida son gratis.

Una de las primeras tareas psicológicas de cada epicúreo es llegar a ser consciente de sus deseos y cualquier dolor o ansiedad que puedan estar generando. Otra tarea es aprender a saborear y apreciar las cosas simples cuando están delante de nosotros. Los buenos amigos, los buenos alimentos y las bebidas refrescantes, la familia, la buena música, la cercanía a la naturaleza, incluso nuestra visión del cielo que (como Carl Sagan nos avisó) deben siempre hacernos sentir humildes.

La buena noticia, según Epicuro, es que la felicidad se logra fácilmente si cultivamos la filosofía. Él cita la necesidad de la gratitud y de las amistades sólidas como ingredientes fundamentales para la buena vida, y no sólo clasifica los deseos sino también discierne entre placeres cinéticos (activos o dinámicos) que ocurren cuando satisfacemos el deseo y los placeres catastemáticos (pasivos o estables) que suceden cuando no tenemos deseos que satisfacer, los que calificó como superiores.

El psicólogo de la Universidad de Harvard e investigador de la felicidad Dan Gilbert confirma las ideas de Epicuro, incluyendo cómo las relaciones sanas aumentan significativamente la cantidad de placer y de experiencias memorables que reunimos a lo largo de nuestra vida. Utiliza palabras diferentes: la felicidad natural es la que se alcanza cuando satisfacemos un deseo (el placer cinético, en la jerga epicúrea), mientras que la felicidad sintética es independiente de los deseos (el placer catastemático).

Ya que la felicidad sintética no requiere de lo externo, es considerada superior: es un signo de un ser liberado. El Dr. Gilbert argumenta a favor de la felicidad sintética citando el ejemplo del ganador de la lotería y el parapléjico que presentan niveles similares de felicidad un año después de ganar la lotería y perder las extremidades inferiores, respectivamente. Estos casos han sido estudiados por los investigadores de la felicidad Brickman et al.

Esto, en la psicología positiva, se llama adaptación hedónica: el estado habitual de felicidad al que siempre volvemos. Se están investigando métodos para aumentar los niveles de adaptación hedónica que son normales para cada individuo.

Las teorías de Gilbert son epicureísmo con otro nombre. Uno de los elementos de la enseñanza epicúrea con el que los filósofos han luchado más a lo largo de la historia es la idea de placer pasivo. A menudo se argumenta que la falta de dolor no es una definición de placer, pero este es el arte de la felicidad que Epicuro enseñó: que tenemos que aprender a ser felices independientemente de factores externos y de que es posible y deseable cultivar placeres catastémicos a través de las disciplinas filosóficas. De hecho, Epicuro sostiene que el verdadero propósito de la filosofía es asegurar un fin al sufrimiento y crear una vida hermosa, feliz y placentera.

La investigación de Gilbert defiende el placer catastemático como un ingrediente necesario en la felicidad humana y está empezando a dar un nuevo impulso al discurso sobre la filosofía de la felicidad que Epicuro había comenzado y que se vio interrumpido por Justiniano hace 1,500 años. También agrega nuevos conceptos a nuestra ciencia de la felicidad e incluso propone que tenemos un sistema inmunológico psicológico que combate los estados de ánimo tristes.

Las conclusiones de Gilbert, junto con la investigación del bienestar en campos como la neurociencia y la dieta, apuntan a los epicúreos modernos en la dirección de una reinvención interdisciplinaria, práctica de la filosofía, que es justo lo que necesitamos si la filosofía va a volver a ser una vez más el motor cultural revolucionario, emancipatorio que era antes.

En cuanto al cuarto remedio, Epicuro nos recordó la naturaleza temporal del dolor corporal. Podemos tener una fiebre o un dolor de estómago, pero a los pocos días nuestro sistema inmunológico lo combate. En el caso de los dolores crónicos, uno se acostumbra a ellos después de algún tiempo. En la naturaleza, ninguna condición dura para siempre. La impermanencia de todas las condiciones es un consuelo cuando éstas son dolorosas. Una actitud desdeñosa hacia el dolor requiere disciplina, pero puede cultivarse si somos conscientes, disciplinados, y desarrollamos la voluntad de proteger a nuestra mente.

Luego están los dolores mentales y la ansiedad. Estos se trabajan de manera sistemática a través de la terapia cognitiva. La resolución de seguir a Epicuro es esencialmente una resolución para proteger la mente. Es imposible ser feliz si no podemos controlar nuestra ira y otras emociones fuertes: vamos a pasar de un estado perturbado al siguiente y nunca probar la estabilidad de la ataraxia, que se traduce como imperturbabilidad y es la madurez definitiva que un filósofo puede alcanzar.

Vivimos en una sociedad consumerista, disfuncional, llena de ansiedad y neurosis, donde pocas personas analizan su vida, la mayoría de las personas tienen poca capacidad de atención y están generalmente desinteresados en disciplinar sus mentes y poner freno a los deseos sin sentido. Si la filosofía se entiende como los epicúreos la entienden, entonces se hace evidente que la gente hoy necesita desesperadamente de la filosofía.

Muchas más cosas podrían decirse acerca de los consuelos de la filosofía epicúrea y humanista. Dejo a mis lectores con una invitación a estudiar a Epicuro y a participar a solas y con otros en el discurso filosófico. Les prometo que su vida se enriquecerá.

Hiram Crespo es el fundador de la Sociedad de Amigos de Epicuro (societyofepicurus.com) y el autor de Tending the Epicurean Garden (Humanist Press, 2014) / Cultivando el jardín epicúreo. Es además un blogger y ha contribuído a Humanist Life, The Humanist, The New Humanism, Greenewave, NEIU Independent, Lilipoh, Om Times y otras publicaciones.

VARIOS DIAS EN ATENAS

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Exordio del traductor

Elogio de Frances Wright

Lo primero que me dije a mí mismo después de leer Varios días en Atenas fue «¿Porqué esperé tanto tiempo para leer esta obra maestra?». Esa fue la misma reacción que tuve que leer la obra de Luciano titulada Alejandro el Mercader de Oráculos, una obra de la que conocía por mucho tiempo, pero no había sacado el tiempo para leerla, e incluso sentí la necesidad de disculparme con nuestro predecesor Luciano y escribir algo para alabarlo. Que esta sea mi pieza en alabanza de Frances Wright, ya que esta es tal vez la única obra existente de una mujer epicúrea que aboga en términos claros por el retorno a la sabiduría de Epicuro.

Casio me recomendó la obra: el tiene una página dedicada a ella en newepicurean.com, al igual que una página dedicada a la obra, y ha dicho lo siguiente:

Es un material increíble … Probablemente califica como el verdadero «Atlas Shrugged» epicúreo (aquí Casio se refiere a Atlas Shrugged, la novela que usaron los objetivistas para presentar y dramatizar su doctrina) o el máximo manifesto  en inglés de la filosofía epicúrea, y que también se presta a casi ser utilizado–sin ningún cambio en absoluto–para una película moderna o guión que fácilmente podría ser puesto en escenario… creo que la interpretación de la doctrina es 100% fiel … Casi todos los episodios y referencias son de los libros de Diógenes Laercio, pero el material fue combinado y narrado en forma narrativa de tal de forma que es la obra de un genio.

En general, creo que el libro es extremadamente fiel a los textos básicos sobre cada punto principal. Y prácticamente todos los aspectos del libro son explicaciones útiles de la doctrina epicúrea, junto con una comparación de cómo se diferenció de otros filósofos.

A excepción de las propias cartas de Epicuro, Lucrecio y Diógenes de Oenoanda, este es probablemente el tesoro sin descubrir de la literatura epicúrea mundial. No estoy familiarizado con lo que se ha publicado en otros idiomas, pero esto realmente es único en el mundo inglés, al menos.

Solo con leer este único libro fácil y divertido, cualquier persona educada puede tener una mejor comprensión de las ideas centrales de Epicuro que la mayoría de los estudiantes universitarios después de cuatro años y una licenciatura en filosofía.

Casio también expresa dudas en cuanto a si la joven Frances Wright escribió la obra por sí misma o con la ayuda de su tío-abuelo James Mylne, profesor de filosofía moral en Glasgow College que fue su mentor durante un período de su vida, ya que ella era huérfana y se trasladó a vivir con él en Escocia cuando tenía 21 años. No podemos hacer una afirmación definitiva de co-autoría por su tío, pero él habría tenido una reputación que mantener, y siendo este un libro escrito en parte en defensa del ateísmo, es justo considerar la posibilidad de co-autoría.

Yo personalmente no dudo que ella sola pudo haber escrito la obra en su totalidad. Ella era una mujer apasionada y brillante con puntos de vista muy progresistas que (según las fuentes) se familiarizó con la filosofía materialista francesa desde una edad temprana (una tradición que tiene su origen, no olvidemos, con Pierre Gassendi: un epicúreo) y más tarde pasó a convertirse en una activista laica, feminista y abolicionista, así como una de los héroes personales de Susan B. Anthony.

Algunos días en Atenas también fue recomendado personalmente por Thomas Jefferson y Marqués de Lafayette.

… un regalo para mí del primer orden. La materia y la forma del diálogo es estrictamente antigua … el paisaje y el retrato de los interlocutores son de acabado más alto que cualquier cosa similar que nos han dejado los antiguos; y como Ossian, aún si no es una obra antigua, es igual a los mejores bocados de la antigüedad. – Thomas Jefferson

… lo cual nos debe hacer considerar la importancia histórica de esta obra y su autora. Junto con Lafayette, Frances Wright es reconocida por haber pasado algún tiempo en compañía de Thomas Jefferson cuando llegó a América, un evento que llevó a su plan humanitario para comprar, educar, y luego emancipar esclavos. Ella criticó la segregación racial más de un siglo antes de su abolición y escandalosamente bienvino el mestizaje cultural y sexual de las razas. También intercambió cartas con Jefferson y compartió con él una profunda desconfianza del banco central.

Cabe además notar que la sospecha en la gente común suscitada por el tratamiento temprano y precoz de Epicuro de las mujeres como iguales intelectuales, se vuelve a repetir en Wright: la relación entre Wright y su mentor, Lafayette, produjo chisme y ella incluso le sugirió que legalmente la adoptara para silenciar las voces de disidencia (ya que ella era mucho mas joven que el). Parece que Lafayette consideraba a Wright digna de conocer a los otros grandes pensadores de su época. Tan raros eran los casos de mujeres que son tratadas como iguales intelectuales. Es un testimonio de los valores progresistas del epicureísmo, que nuestra tradición nutra estos modelos egalitarios a pesar de toda convención y a pesar de los tiempos, aunque invariablemente atraiga el chisme tanto en los tiempos de Epicuro como en los tiempos de Wright.

Es posible que Varios días en Atenas (que fue escrito por la insistencia de Lafayette) haya sido la novela que produjo la conversión al epicureísmo de Jefferson, de quien se dice cargaba con un cuaderno con citas del libro.

Opino que esta obra debería ser considerara lectura obligada para todo el que quiera estudiar nuestra tradición y tener una idea clara de lo que enseña, en sus propios términos.

Sobre la obra

«Me siento virtuoso porque mi alma está en reposo»

Pasemos ahora a una discusión del libro en sí. La obra comienza con una afirmación de ser una traducción de un manuscrito encontrado en Herculano, pero esta referencia es fictícia: un utensilio literario para dar un aire de antigüedad al libro.

El agnosticismo de Frances contrasta con la piedad de los fundadores originales de nuestra tradición. Esta simpatía por opiniones ateas incluso adquiere un tono estridente que nos recuerda a nuestros contemporáneos, como Richard Dawkins y (el también epicúreo) Christopher Hitchens, hacia el final de la novela donde la religión hasta es denominada la raíz de todo mal:

He encontrado el primer eslabón en la cadena del mal; Lo he encontrado en todos los países, entre todas las tribus, lenguas y naciones; Lo he encontrado, compañeros, lo he encontrado en la religión.

¡Hemos nombrado el error principal de la mente humana, la pesadilla de la felicidad humana, la pervertidora de la virtud humana! Es la RELIGIÓN, ¡la oscurantista invención de la temblorosa ignorancia! ¡Esa envenenadora de la felicidad humana! ¡Esa guía ciega de la razón humana! ¡Esa detronadora de la virtud humana que se encuentra en la raíz de todo el mal y toda la miseria que impregnan el mundo!

Debemos tratar a Wright como una mente independiente con una historia independiente y su propia interpretación del epicureísmo. Así como Simone de Beauvoir fue la contraparte feminista de Sartre entre los existencialistas franceses, Wright puede ser vista como una feminista perspicaz que es mucho menos tolerante de la religión que los hombres–que siempre han gozado, aunque a veces sin saberlo, de privilegios otorgados por la religión. El epicureísmo de Frances Wright no es el epicureísmo de nuestros fundadores. Es una versión mucho más libre, contemporánea de nuestra tradición, que sólo pudo haber florecido donde la disidencia y la impiedad no implicaban ya necesariamente peligro. Todas las fuentes indican que los fundadores eran hombres piadosos, mientras que Wright los hace dudar de la existencia de los dioses de una manera muy abierta.

El contexto histórico de la obra se hace evidente en el comentario de la autora al final del capítulo 15 (traducido aquí fielmente), en el cual ella lamenta que un académico prominente de su generación (al cual llama por nombre) tomó prestadas las ideas del maestro Epicuro y las apropió, solo para luego desdeñar la escuela que lo inspiró con tal de mantener contentos los prejuicios de sus contemporáneos y para no ser tildado de ateo. Es en este contexto que la crítica de Wright de como piensa la gente común e ignorante adquiere relieve. Este incidente en el mundo académico, de hecho, parece haber inspirado la obra entera y parece haber producido la indignación y el ímpetu moral que la alimentan.

A pesar de todo este tono polémico, este epicureísmo moderno conserva su calidad refinada, pulida, e incluso llena el corazón con amor a la virtud. Los sabios son vistos como compasivos, juguetones y justos; la inocencia de los buenos es justamente protegida con insistencia, ya que no puede haber imperturbabilidad sin inocencia; las buenas costumbres y el carácter saludable son celebrados.

El libro Varios días en Atenas es en sí mismo un ejercicio de buena asociación y nos deja con el resplandor del sano acompañamiento. Uno puede imaginar fácilmente lo que es relacionarse con los virtuosos y experimentar los efectos sanos de esa asociación, y uno termina queriendo sacarle provecho al estudio a los pies de la filosofía.

Un instante de intertextualidad sucede cuando Colotes paga sus respetos a Epicuro a fines del capítulo diez. Este evento sucedió de veras y fue satirizado por el platonista Plutarco en su obra Contra Colotes.

Algunos han criticado la voz victoriana, muy británica del siglo en que vivió la autora, en la obra original como demasiado formal, anticuada y reprimida. Espero que en la traducción al castellano se haya perdido bastante esa voz. Intenté en todo momento usar una expresión moderna a la vez que era fiel al contenido y contexto original. Donde es demasiado oscuro el sentido del texto, añado comentarios que clarifican el contexto. Al final de la obra, ofrezco un leve programa de guía de estudio para maximizar el beneficio didáctico en el lector.

Aparte de todo esto, el libro dramatiza la mas sana y adecuada relación entre maestro y alumno, la importancia del ejemplo moral de los maestros epicúreos, muestra el poder reformador que ejerce la filosofía en el carácter, clarifica las distinciones entre lo real y lo abstracto en la filosofía materialista, se aclara con elocuencia el rol de la virtud en la felicidad y el modo en que la virtud es un medio para el placer y no un fin en si mismo (tercer capítulo), y nos insta a tener una mente científica libre de prejuicios. Finalmente concluye con esta exhortación:

¡Disfruten y sean felices! ¿Dudan en el camino? Dejen que Epicuro sea su guía. La fuente de todo placer está dentro de ustedes mismos. El bien y el mal se encuentran ante ustedes: el bien es todo lo que puede dar placer; el mal, lo que le debe traer el dolor. Aquí no hay paradoja, ni refrán oscuro, ni moral escondida en fábulas …

¡Disfruten y compartan Varios días en Atenas!

Hiram Crespo, traductor de la obra

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Guía de estudio

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Respuestas a la Guía de Estudio de Antonio Pérez, uno de los pupilos de la Sociedad de Amigos de Epicuro

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Varios días en Atenas – Capítulo 16

Diatriba contra la religión

Una multitud mayor a la acostumbrada asistió a las instrucciones del sabio. Los risueños y los curiosos, los sabios, y los ociosos, de todas las edades y de ambos sexos de la población inquieta de la ciudad; muchos ciudadanos reconocidos recogidos de diversas partes de Ática y una porción considerable de extraños de estados y países extranjeros.

Estaban reunidos en el césped que rodea el templo ya mencionado con frecuencia. Las aguas disminuyentes de Iliso fluían casi en su cama acostumbrada y la tierra y el aire, refrescados por la tormenta de la noche anterior, se resistían a los rayos del sol sin cortinas, que ahora escalaban lo alto de los cielos. Una multitud de recuerdos se precipitó en la joven mente de Teón cuando entró en el hermoso recinto y se quedó contemplando el río que formaba una de sus fronteras. Sus pensamientos de nuevo se alejaban de la filosofía y su rápida mirada buscaba otra forma, mas hermosa que las que encontraba allí, cuando el acercamiento de Epicuro dividió la multitud y acalló el murmuro de las lenguas en el silencio. El sabio se desplazó y no fue hasta que subió los escalones de mármol, y se volvió para dirigirse a la asamblea, que Teón percibió que había sido seguido por el hermoso ser que gobernaba su fantasía. Las tonalidades de Hebe ahora teñían sus labios y sus mejillas; pero las sonrisas de la noche anterior habían sido cambiadas por la compostura de una atención respetuosa. Su ojo captó el de Teón. Ella dio un rubor y una sonrisa de reconocimiento. Entonces, sentándose en la base de una columna a la derecha de su padre, su rostro recuperó su compostura y sus ojos oscuros llenos se fijaron en el rostro del sabio, con una mirada de admiración mezclada con amor filial.

«¡Conciudadanos y semejantes! Nos proponemos, en este día, a examinar una cuestión de vital importancia para la especie humana: nada menos que sobre las relaciones que llevamos con todas las existencias que nos rodean; la posición que tenemos en este hermoso mundo material; el origen, el objeto y el fin de nuestro ser; la fuente de la que procedemos y la meta a la que tendemos. Esta pregunta abarca a muchos. Abarca todo lo que es interesante a nuestra curiosidad e influyente en nuestra felicidad. Su solución correcta o incorrecta debe siempre regular, como ahora regula, nuestra regla de conducta, nuestras concepciones del bien y el mal; debe inaugurarnos en el camino de la indagación verdadera o falsa y, o bien abrir nuestras mentes al conocimiento de las maravillas que trabajan en y alrededor de nosotros, tales como nuestros sentidos y facultades las pueden discernir, o cerrarlas para siempre con las bandas de la superstición, dejándonos presas del miedo, esclavos de nuestra imaginación sin gobierno, perplejos y temblorosos con cada aparición en la naturaleza y haciendo de nuestras propias existencias y destinos fuentes de terror y misterio.»

«Antes de llegar a esta importante investigación, nos corresponde ver que venimos con mentes dispuestas; que no digamos: ‘hasta aquí vamos a ir y no más allá; vamos a dar un paso, pero no dos; vamos a examinar, pero sólo siempre y cuando el resultado de nuestro examen confirme nuestras opiniones preconcebidas.’ En nuestra búsqueda de la verdad, debemos descartar igualmente presunción y miedo. Debemos llegar con nuestros ojos y nuestros oídos, nuestros corazones y nuestras comprensiones abiertas; ansiosos, no por encontrarnos a nosotros mismos bien sino por descubrir lo que es correcto; no afirmar nada que no podamos demostrar; no creer nada que no hemos examinado; y examenar todas las cosas sin miedo, sin pasión, con perseverancia.»

«En los discursos que precedieron, y para los que no los han atendido, en nuestros escritos, nos hemos esforzado por explicar el objeto real de la investigación filosófica; los hemos dirigido a la investigación de la naturaleza, a todo lo que ven de existencias y ocurrencias a su alrededor; y hemos demostrado que, en estas existencias y ocurrencias, todo lo que puede ser sabido y que existe para saber, está escondido. Les hemos exhortado a usar sus ojos y sus juicios, nunca su imaginación; a abstenerse de la teoría y quedarse con los hechos; y a entender que en la acumulación de hechos, tal y como concierne la naturaleza y propiedades de las sustancias, el orden de las ocurrencias y las consecuencias de las acciones, se encuentra toda la ciencia de la filosofía física y moral. Hemos visto, en el curso de nuestra investigación, que en la materia existen en sí todas las causas y efectos; que las partículas eternas que componen todas las sustancias, forman el primer y último eslabón de la cadena de sucesos, o de causa y efecto, a los que podemos llegar; que las cualidades inherentes a estas partículas producen, o son seguidas por, determinados efectos; que los cambios, en su posición, de estas partículas, producen o son seguidos por ciertas otras cualidades y efectos; que aparece el sol y que la luz sigue su aparición; que tiramos una perla en vinagre y la perla desaparece de nuestros ojos para asumir una forma o formas de sustancias más sutiles, pero no menos reales; que las partículas que componen un ser humano se descomponen y que, en lugar de un hombre, nos encontramos con una variedad de otras sustancias o existencias, presentando nuevas apariencias y nuevas propiedades o poderes; que un carbón encendido toca nuestra mano, que la sensación de dolor sigue el contacto, que el deseo de acabar con esta sensación es el siguiente efecto en la sucesión y que el movimiento muscular de retirar la mano, siguiendo el deseo, es otra. Que en toda esta sucesión de existencias y eventos, no hay otra cosa que lo que vemos, o lo que podríamos ver si tuviéramos mejores ojos; que no hay ningún misterio en la naturaleza, excepto en el que concierne la existencia misma de todas las cosas; y que las cosas tal y como son, no son más maravillosas de lo que serían si fueran diferentes. Que un curso de eventos análogo, o cadena de causas y efectos, tiene lugar en la moral como en la física; es decir, en el examen de las cualidades de la materia que compone nuestro cuerpo, lo que llamamos la mente, sólo podemos trazar un tren de ocurrencias de la misma manera como lo hacemos en el mundo exterior; que nuestras sensaciones, pensamientos y emociones son simplemente efectos que siguen causas, una serie de fenómenos consecutivos, mutuamente productores y producidos.»

«Cuando hemos asumido esta visión de las cosas, observen cómo todas las preguntas abstrusas desaparecen; cómo toda la ciencia es simplificada; todo el conocimiento se hace fácil y familiar a la mente. Una vez iniciado en este único y verdadero camino de búsqueda, cada paso que damos es para avanzar. En cualquier ciencia que estudiemos, es decir, en cualquier parte de la materia, o de cualquiera de sus cualidades, a la que dirijamos nuestra atención, con toda probabilidad haremos importantes descubrimientos, porque son verdaderos. Es la filosofía de la naturaleza en general, o cualquiera de esas subdivisiones de la misma, lo que llamamos la filosofía de la mente, ética, medicina, astronomía, geometría, etc. El momento en que nos ocupamos en la observación y la organización de los hechos que descubrimos en el curso de la investigación, adquirimos conocimiento positivo y podemos emprender de manera segura el desarrollo del conocimiento en los demás.»

«La determinación de la naturaleza de las existencias, el orden de los sucesos y las consecuencias de las acciones humanas que constituyen, por lo tanto, el conjunto de conocimientos, ¿qué puede evitar que todos y cada uno de nosotros extienda nuestros descubrimientos a los límites completos exigidos por la naturaleza de nuestras facultades y la duración de nuestra existencia? ¿Qué empleo más noble nos podemos inventar? ¿Qué placer mas puro, y tan poco susceptible a la decepción? ¿Qué nos lo impide? ¿Qué nos impide impulsarnos hacia adelante? ¿Se inicia nuestra ignorancia a partir de la propia simplicidad del conocimiento? ¿Tenemos miedo a abrir los ojos y ver la luz? ¿Nos alarma la misma verdad que buscamos cuando la conseguimos? ¿Cómo es que, colocados en este mundo como en un teatro de la observación, rodeados de maravillas y dotados de facultades con las que podemos investigar estas maravillas, sabemos tan poco de lo que es e imaginamos tanto de lo que no lo es? Otros animales, sobre los cuales el hombre se representa a sí mismo como superior, ejercen las facultades que poseen, confían en su testimonio, siguen los impulsos de su naturaleza y disfrutar de la felicidad de la que son capaces. Sólo el hombre, el más dotado de todas las existencias conocidas, pone en duda la evidencia de sus sentidos superiores, pervierte la naturaleza y los usos de sus muchas facultades, controla sus más inocentes así como sus mas nobles impulsos y envenena todas las fuentes de su felicidad . ¿A que origen vamos a trazar este error fatal, este auto-martirio cruel, esta perversión de las cosas lejos de su inclinación natural? Al sobre-desarrollo de una facultad y la negligencia de otra, hay que buscarle la causa. En la imaginación, esa fuente de nuestros más bellos placeres cuando está bajo el control del juicio, se encuentra la fuente de nuestros peores males.»

«Desde muy temprana edad, he estudiado la naturaleza y condición de hombre. Le he encontrado en muchos países de la tierra bajo la influencia de todas las variedades de clima y circunstancia; Le he encontrado el señor indómito de la selva, vestido de las pieles ásperas de animales menos groseros que él, al abrigo en las grietas de las montañas y cavernas de la tierra de las explosiones de invierno y los calores del sol del verano; Le he encontrado esclavo de maestros envilecidos como él, postrado ante el pie que lo rechaza y sin mostrar otros signos de la mal-llamada civilización otro que su pereza y sus sensualidades. Le he encontrado el señor de millones, vestidos de púrpura y pisando tribunales de mármol; el cruel destructor de su especie, que marcha a través de la sangre y rapiña a los tronos de dominio extendido; el tirano explotador con corazón de hierro que hace un festín con la agonía de sus víctimas y extrae su tesoro del fruto duramente ganado por la industria; Le he encontrado el inofensivo pero ignorante obrero de la tierra, comiendo los simples frutos de su trabajo, hundiéndose a descansar sólo para emerger de nuevo para ir a trabajar, trabajando para vivir y viviendo sólo para morir; Le he encontrado el cortesano pulido, el erudito consumado, el talentoso artista, el genio creador; el tonto y el bribón; un rico y un mendigo; despreciador y despreciado.»

«Bajo todas estas formas y variedades del hombre externo e interno, con apenas una excepción, lo he encontrado infeliz. Aunque tiene más capacidad de goce que cualquier otra criatura, yo lo he visto superando el resto de las existencias sólo en el sufrimiento y la delincuencia. ¿Porqué es esto y de dónde surge? ¿Que error maestro, ya que debe haberlo, conduce a resultados tan mortales; lo opuesto a la naturaleza aparente y la promesa de las cosas? Por mucho tiempo he buscado este error, este manantial principal de la locura humana y la criminalidad humana. He rastreado, a través de todo su tren alargado de consecuencias y causas, la práctica humana y la teoría humana; He roscado el laberinto desde su oscuro comienzo; He encontrado el primer eslabón en la cadena del mal; He encontrado que es, en todos los países, entre todas las tribus, lenguas y naciones; Lo he encontrado, semejantes, lo he encontrado … en la RELIGIÓN.»

Un murmullo se levantó aquí de una parte de la asamblea. Un silencio profundo y sin aliento le siguió. El sabio volvió su mirada lentamente y, con un semblante puro y sereno como el cielo que brillaba sobre él, prosiguió.

«¡Hemos nombrado el error principal de la mente humana, la pesadilla de la felicidad humana, el pervertidor de la virtud humana! ¡Es la religión, esa moneda oscura de la ignorancia temblorosa! ¡Es la religión, esa envenenadora de la felicidad humana! ¡Es la religión, esa guía ciega de la razón humana! ¡Es la religión, esa detronadora de la virtud humana que yace en la raíz de todo el mal y toda la miseria que impregnan el mundo!»

«La opinión que escuchan este día no fue apresuradamente formada y ha sido expresada con menos prisa aún. Un largo tren de reflexión llevó al descarte de la religión como un error, y una vida de observación la denunció como un mal. Al considerarla como carente de verdad, no soy más que uno de muchos. Pocos han visto profundamente y de manera constante en la naturaleza de las cosas y no puesto en duda la creencia en existencias invisibles y causas desconocidas. Pero mientras sonríen ante la credulidad de sus semejantes, los filósofos han creído que la razón es buena sólo para sí mismos. Han argumentado que la religión, aunque sea en si misma una quimera para niños, era útil en sus tendencias: que, aunque descansara sobre la nada, apoyaba todas las cosas; que era la estancia de la virtud y la fuente de la felicidad. Sin importar cuan opuesta esté a todas las reglas en la filosofía, física y moral; sin importar cuanto aparentemente contradiga la razón y el sentido común, han argumentado que una cosa falsa podría ser útil; que la creencia en hechos desmentidos o no probados podría proveer un apoyo de sostenimiento a una regla justa en práctica; la afirmación venía respaldada por un testimonio tan universal de la humanidad y por nombres individuales de tal autoridad en la sabiduría práctica y la virtud, que dudé en llamarlo equivocado. Y como la felicidad humana me parecía ser lo mas deseable y su promoción el único objeto en consonancia con las opiniones de un maestro de los hombres, me abstuve de toda expresión de opinión hasta que estuviera plenamente justificada por mi propia convicción tanto su verdad como su tendencia. Su verdad de mi opinión se fundamenta, como hemos visto, en un examen de la naturaleza de las cosas; es decir, en las propiedades de la materia, que son suficientes por sí mismas para producir todas las posibilidades y cambios que contemplamos. Su tendencia es descubierta por un examen de la condición moral del hombre.»*

«La creencia en las existencias sobrenaturales y la expectativa de una vida venidera, se dice que son las fuentes de la felicidad y estímulos a la virtud. ¿Cómo y en qué sentido? ¿Está probado por la experiencia? Miren en el extranjero sobre la tierra; en todas partes el canto de alabanza, la oración de súplica, el humo del incienso, el golpe de sacrificio, surgen desde los bosques y el césped, desde casa, palacio y templo, a los dioses de la idolatría humana. La religión se extiende sobre la tierra. Si es la madre de la virtud y la felicidad, estas también deberían cubrir la tierra. ¿Lo hacen? ¡Lean los anales de la tradición de los hombres! ¡Salgan fuera y observen las acciones de los hombres! ¿Quién hablará de la virtud, quién de la felicidad, que tenga ojos para ver y oídos para oír y corazones para sentir? ¡No! La experiencia está en contra de la afirmación. El mundo está lleno de religión y lleno de miseria y crimen.»

«¿Puede la afirmación sustentarse en el argumento, por cualquier tren de razonamiento? Imaginen una Deidad bajo cualquier forma de existencia; ¿De que manera nuestros sueños concernientes a esa Deidad en un cielo imaginario afectan nuestra felicidad o nuestra conducta en una Tierra tangible? Puede afectarla de hecho puede que para el mal, pero ¿para el bien? La idea de un Ser invisible que esté siempre trabajando alrededor y sobre nosotros, puede afectar la inteligencia humana con inútiles terrores, pero nunca puede guiar la práctica humana a lo que es racional y coherente con nuestra naturaleza. Digamos que exista alguna posibilidad de que podamos determinar la existencia de un dios o de un millón de dioses: no los vemos, no los escuchamos, no los sentimos. A menos que se presenten a nuestra observación, estén formados como nosotros, tengan deseos similares, facultades similares y una organización similar, ¿Cómo podría su modo de existencia ofrecer una guía para la nuestra? De igual manera, la mariposa podría asumir como patrón al león, o el león al águila, igual que el hombre a un Dios. Por no hablar de la falta de coherencia en los atributos con los que se engalanan todos los dioses, basta con que ninguno de esos atributos es nuestro. Somos humanos; ellos son dioses. Ellos habitan otros mundos; nosotros habitamos la Tierra. Que ellos disfruten de su felicidad; y vamos, mis amigos, a buscar la nuestra.»

«Pero no es que la religión sea solo inútil, es que es maléfica. Es mala por sus inútiles terrores; es mala por su falsa moral; es mala por su hipocresía, por su fanatismo, por su dogmatismo, por sus amenazas, por sus esperanzas, por sus promesas. Considere la posibilidad de que bajo su forma más leve y más amable, sigue siendo mala por inspirar falsos motivos de acción, por mantener la mente humana en la esclavitud y desviar la atención de las cosas útiles a las cosas inútiles. La esencia de la religión es el miedo, ya que su origen es la ignorancia. En una cierta etapa del conocimiento humano, en su ignorancia de las propiedades de la materia y su visión oscura de la cadena de los fenómenos que surgen de estas propiedades, la mente humana por necesidad debe razonar falsamente sobre cada aparición y existencia en la naturaleza; debe por necesidad, en ausencia de hechos, dar rienda suelta a la imaginación, ver un milagro en cada evento poco común e imaginar agentes invisibles que producen todo lo que contempla. A medida que se amplía la gama de nuestra observación y que aprendamos a conectar y organizar los fenómenos de la naturaleza, se coarta nuestra lista de milagros y el número de nuestros agentes sobrenaturales. Un eclipse es alarmante para el vulgo, como si denotara la ira de los dioses ofendidos; para el hombre de ciencia es un fenómeno simple, tan fácilmente rastreado a su causa como el más familiar a nuestra observación. El conocimiento de una generación es la ignorancia de la siguiente. Nuestros supersticiones disminuyen a medida que nuestros logros se multiplican y el fervor de nuestra religión disminuye a medida que nos acercamos a la conclusión que la destruye por completo. La conclusión, basada en hechos acumulados como hemos visto, es que la materia por sí sola es a la vez la que actúa y sobre la cual se actúa, que es eterna en duración, infinitamente diversa y varía en apariencia: nunca disminuye en cantidad y siempre cambia de forma. Sin un poco de conocimiento de lo que se llama filosofía natural o física, ningún individuo puede alcanzar esta conclusión. Y en cierta etapa de ese conocimiento, más o menos avanzado de acuerdo a la agudeza del intelecto, será imposible que cualquier individuo, que no sea obtuso mentalmente, rehuya de esta conclusión. Esta verdad es una de infinita importancia. En el momento en que consideramos la hostilidad con respecto a lo que se llama el ateísmo como el resultado natural de la información deficiente, solo una mente enferma puede resentir esa hostilidad. Y tal vez una simple declaración de la verdad conduciría a examinar el tema y a la conversión de la humanidad.

«¡Imagínen esta conversión, mis amigos! ¡Imaginen al hombre criatura en el pleno ejercicio de todas sus facultades; sin alejarse con miedo del conocimiento, sino con muchas ganas en su búsqueda; sin doblar la rodilla con adulación a seres visionarios armados para destruirlos con el miedo, sino de pie erguido en la contemplación tranquila de la cara hermosa de la naturaleza; descartando los prejuicios y admitiendo la verdad sin temor a las consecuencias; reconociendo ningún juez otro que la razón, sin censura otra que su propio pecho! Así considerado, el se transforma en el dios de su actual idolatría, o más bien en un ser mucho más noble, que posee todos los atributos consistentes con la virtud y la razón, y ningú atributo que se oponga a ambas. ¡Qué gran contraste con su estado actual! Sus mejores facultades dormidas; su juicio sin despiertar en él; sus sentidos mal empleados; todas sus energías mal dirigidas; temblando ante la invención de su propia fantasía ociosa; viendo sobre toda la creación la mano extendida de la tiranía; y en lugar de seguir la virtud, adorando el poder! ¡Monstruosa creación de la ignorancia! ¡Degradación monstruosa de la más noble de las existencias conocidas! ¡El hombre, que se jacta de razón superior, de discriminación moral, imagina un ser a la vez injusto, cruel, e inconsistente; y luego besa el polvo, se hace llamar su esclavo! Dice el teísta: ‘Este mundo existe, por lo tanto, fue creado.’ ¿Por quién? ‘Por un ser más poderoso que yo’. Si concedemos este razonamiento pueril, ¿que sigue como conclusión? ‘Que le debemos temer’, dice el teísta. ¿Y por qué? ¿Dirige su poder en contra de nuestra felicidad? ¿Su dios se divierte despertando los terrores de los seres más indefensos? Podríamos entonces temerle, y sea cual sea nuestra conducta, temerle debemos. ‘Él es bueno, así como poderoso’, dice el teísta; ‘Por lo tanto, es el objeto del amor.’ ¿Cómo podemos determinar su bondad? Veo realmente un mundo hermoso y curioso; pero yo lo veo lleno de males morales y con muchas imperfecciones físicas. ¿Es él todopoderoso? El perfecto bien o el perfecto mal podrían existir. ¿Es todopoderoso y absolutamente bueno? La bondad perfecta debe existir. De los seres sensibles en la infinidad de la materia, solo sé de los que contemplo. No propongo límites para el número de los seres que yo no he visto, ni límites a su poder. Uno o muchos pueden haber dado instrucciones a los átomos elementales, y pueden haber formado esta tierra como el alfarero su arcilla. Pueden existir seres que poseen tal poder, y pueden haberlo ejercido. Pero todopoderosos no lo son, o si lo son, son malvados: el mal existe. No sé lo que pueda existir, pero esto mi sentido moral me dice que no puede existir: un modelador del mundo que habito, cuya naturaleza sea absolutamente buena y todopoderosa. Veo otra imposibilidad; un modelador de este mundo cuya naturaleza sea todo bondad y que todo lo sepa. Si concedemos la posibilidad de estos atributos, su existencia unida en el arquitecto de nuestra tierra sería una suposición imposible.»

«Vamos a concederle su bondad, que es el atributo más agradable y valioso. Su dios es entonces el objeto de nuestro amor y de nuestra compasión. De nuestro amor, porque el ser benevolente en su propia naturaleza, debe haber tenido la intención de producir felicidad en la formación de la nuestra; de nuestra lástima, porque vemos que ha fracasado en su intención. No puedo concebir una condición más lamentable que la de una deidad contemplando este mundo de su creación. ¿Es él el autor de alguna, o digamos de mucha felicidad? ¿De cuanta indecible miseria no es él igualmente el autor? No puedo concebir un ser más desesperadamente, más irremediablemente infeliz que el que ahora hemos representado. La peor de las miserias humanas se empequeñecen en insignificancia comparativa ante de las de su autor. ¡Cómo debe desgarrar el corazón de su dios cada suspiro que sale desde el seno del hombre! ¡Cómo debe cada violencia cometiao en la tierra convulsionar la paz del cielo! Incapaz de alterar lo que había creado, ¡cómo debe él igualmente maldecir su poder y su impotencia! Y en lamentar nuestra existencia, ¡cómo debe ardir por aniquilar la suya propia!»

«Ahora vamos a suponer que su poder es sin límite y su conocimiento se extiende hacia el futuro, como el pasado. ¡Que monstruosa concepción! ¡Qué demonio extraído del cerebro febril de la locura habrá superado esta deidad en malignidad! Capaz de hacer la perfección, él ha sembrado a través de toda la naturaleza la semilla del mal. El león persigue el cordero; el buitre, en su ira, arranca la paloma de su nido. El hombre, el enemigo universal, triunfa incluso con los sufrimientos de sus semejantes, en cuyo dolor encuentra su propia felicidad; en cuya pérdida, su ganancia; en el frenesí de su violencia, elabora su propia destrucción; en la locura de su ignorancia, maldice su propia raza y bendice su cruel autor! ¡Su deidad es el autor del mal, y le llama bueno; el inventor de la miseria, y le llama feliz! ¿Qué mente virtuosa va a rendir homenaje a un ser así? ¿Quién sabe si el homenaje, si es ofrecido, no degrada el adorador? ¿Quién sabe si un homenaje, al ser dado, pacifica el ídolo? ¿La abyección en el esclavo garantiza la misericordia en el tirano? O si lo hace, mis amigos, ¿quién de nosotros quiere ser el abyecto? ¿Vamos a encontrar hombres audaces para resistir la opresión terrenal dispuestos a inclinarse ante la injusticia porque habla desde el cielo? ¿El nombre de Harmodio inspira nuestras canciones? ¿Las coronas de laurel adornan los templos de Aristogicio? ¡Que nuestro coraje se alce superior al suyo, mis amigos; y nuestra fama, si es digna de la ambición! ¡Destronen, no al tirano de Atenas, sino al tirano de la Tierra! ¡No el opresor de los atenienses, sino al opresor de la humanidad! ¡Levántense! ¡De pie y erguidos! Digamos a este dios, ‘si nos hizo en la malicia, no vamos a adorarle en el miedo. Vamos a juzgarle por sus obras y juzgar sus obras con nuestra razón. Si el mal les impregna, usted es responsable como su autor. No nos interesa conciliar su injusticia, ni esforzarnos con su poder. Juzgamos el futuro desde el pasado. Y como usted ha dispuesto de nosotros en este mundo, así si le place continuar nuestro ser en otro mundo, podría disponer de nosotros igual en ese otro mundo. Sería inútil esforzarse con la omnipotencia, o proveer contra los decretos de la omnisciencia. No vamos a atormentarnos a nosotros mismos al imaginar sus intenciones; ni degradarnos con protestas. En caso de que castigue en nosotros el mal que ha hecho, lo estaría castigando tan injustamente como lo hizo maliciosamente. En caso de que recompense en nosotros el bien, estaría premiando absurdamente lo que fue también su trabajo y no el nuestro.’

«Ahora vamos a ceder en el argumento de la unión de todos los atributos enumerados. Vamos a conceder la existencia de un ser perfecto en la bondad, la sabiduría y el poder, que ha hecho todas las cosas por su voluntad y decretado todas las apariciones en su sabiduría. Este ser tiene que mandar nuestra admiración y aprobación: no puede mandar más. Como él es bueno y sabio, es superior a toda alabanza; como él es grande y feliz, es independiente de toda alabanza. Como él es el autor de nuestra felicidad, se ha asegurado nuestro amor; pero como él es nuestro creador, no puede darnos deberes. Suponiendo que es un dios, todos los deberes restan con él. Si él nos ha hecho, está obligado a hacernos felices; y si fracasa en el deber, debe ser objeto de sólo abominación a toda su creación consciente. La amabilidad recibida debe necesariamente inspirar afecto. Esta bondad, en un creador divino, como en un padre terrenal, es un deber solemne, una obligación sagrada, cuyo incumplimiento es el más atroz de los crímenes. Cuando se realiza, el amor de la criatura, como por parte del niño, es una consecuencia necesaria y recompensa suficiente.»

«Si le permitimos al teísta su Dios, no encontramos con él en ninguna relación que pueda inspirar miedo o que entrañen la obligación. Él no puede darnos felicidad que no esté obligado a otorgar: él no puede acariciarnos con una ternura que no estaba obligado a ceder. Le corresponde gratificar todos nuestros deseos, si son erróneos, corregirlos. Nos corresponde a nosotros exigir todos los bienes que estén en su poder para conceder, o en el nuestro para disfrutar. Entonces, que el teólogo destierre el miedo y el deber de su credo. Es el amor, el amor por sí solo que puede ser reclamado por los dioses o cedido por los hombres.»

«¿Hemos dicho lo suficiente? Seguramente lo absurdo de todas las doctrinas de la religión y de la iniquidad de muchos, son suficientemente evidentes. Temer a un ser a causa de su poder, es degradante; temerle si él es bueno, ridículo. Que nos demuestre su existencia, sus perfecciones y su cuidado parental: el amor brota en nuestros pechos y reembolsa su recompensa. Si no le importa mostrar su existencia, no desea el pago de nuestro amor y encuentra en la contemplación de sus propias obras su recompensa.»

«Pero, dice el teísta, su existencia es evidente y el no reconocerla un crimen. No es así para mí, mis amigos. No veo evidencia suficiente de su existencia y el razonar de su posibilidad, lo veo como una especulación ociosa. Dudar de lo que es evidente que no está en nuestro poder. Creer lo que no es evidente, es igualmente imposible para nosotros. ¡Teísta! Usted hace de su dios un ser más débil, más tonto que usted mismo. ¡Castiga como delito la duda de su existencia! Bueno, entonces, que declare su existencia y no dudamos más. Si las tribus errantes de Escitia dudan de la existencia de Epicuro, ¿debe Epicuro estar enojado? ¡Qué vanidad, qué absurdo, qué tonterías, oh teístas! ¡Como lo suponen en su Dios! Dejen que existe, este Dios, en toda la perfección de las imágenes de un poeta; le levanto una frente segura y serena. ‘¡Lo veo, oh Dios, en su poder y le admiro! Lo veo en su bondad y le apruebo. Dicho homenaje sólo es digno de que Usted reciba y yo rinda.’ ¿Y qué me contesta? ‘Usted es justo, criatura de mi hechura! No puede añadir ni quitar a la suma de mi felicidad. Yo les hice para disfrutar de la suya propia, no se pregunten por la mía. Yo les he puesto en medio de los objetos del deseo y les he dado medios de disfrute. ¡Disfruten, entonces! ¡Sean felices! Es para eso que los hice.’

«¡Escuchen, pues, mis hijos! ¡Escuchen a su maestro! Sea un dios o un filósofo quien hable, el mandato es el mismo: ¡Disfruten y sean felices! ¿La vida es corta? Eso es un mal: pero hagan la vida feliz, y así su brevedad es el único mal. Yo les hago a ustedes el mismo llamado que Dios, si existe, debe darles desde el cielo: ¡Gocen y sean felices! ¿Dudan en el camino? Dejen que Epicuro sea su guía. La fuente de todo placer está dentro de ustedes mismos. El bien y el mal se encuentran ante ustedes. El bien es todo lo que puede dar placer: el mal, lo que trae dolor. Aquí no hay paradoja, ni refrán oscuro, ni moral escondida en las fábulas.

«Hemos considerado la construcción irracional de la religión. Queda por considerar que igualmente errónea es la construcción de la moral. La virtud del hombre es tan falsa como su fe. Lo que la locura inventa, la puerilidad apoya. ¡Levantémonos en nuestra fuerza, examinamos, juezguemos y seamos libres!»

El profesor hizo una pausa aquí. La multitud se puso de pie, como si todavía escuchando. «En un momento más conveniente, a mis hijos, vamos a examinar más a fondo la naturaleza del hombre y la ciencia de la vida.»

EL FIN

* La verdad y la tendencia aquí se usa para referirse a las repercusiones ontológicas y morales del la filosofía materialista.

Guía de estudio

Varios días en Atenas – Capítulo 15

El rol de la filosofía natural

Teón quedó paralizado en el mismo lugar de la tierra en el que el sabio lo dejó. Un tren confuso de pensamientos viajó a través de su cerebro, que su razón trató en vano de detener o analizar. En un momento pareció que un rayo de luz había amanecido en su mente, la apertura a un mundo de descubrimiento tan interesante como nuevo. Entonces, de repente comenzó como a caer del borde de un precipicio cuyas profundidades se ocultan en la oscuridad. «Cleantes entonces había expuesto con justicia las doctrinas del jardín. ¿Pero estas doctrinas implican la delincuencia que había supuesto hasta entonces? ¿Son incompatibles con la razón e irreconciliables con la virtud? Si es así, voy a ser capaz de detectar su falsedad», dijo el joven, persiguiendo su soliloquio en voz alta. «Sería un pobre elogio a las verdades que he adorado hasta ahora, si le rehuyo a su investigación. Y, sin embargo, ¡cuestionar el poder de los dioses! ¡Cuestionar su propia existencia! ¡Rechazar la rodilla de homenaje a esa gran causa primera de todas las cosas, que habla y respira y brilla resplandeciente en toda la naturaleza animada! Disputar no sé qué sobre verdades que son tan evidentes como son sagrados; que hablan a nuestros ojos y nuestros oídos: a los mismos sentidos cuyo testimonio por sí solo es sin apelación en el jardín!»

«¿Usted se opone a los testimonios, joven de Corinto?», dijo una voz que Teón reconoció como la de Metrodoro.

«Usted llega oportunamente,» dijo Teón, «es decir, si va a escuchar las preguntas de mi duda y mi mente avergonzada.»

«Digamos más bien, si puedo responderlas.»

«Le atribuyo la capacidad», dijo Teón, «ya que he oído que usted ha sido citado como un exponente capaz de la filosofía del jardín.»

«En la ausencia de nuestro Zenón», dijo el académico con una sonrisa: «Yo a veces hago el papel de su Cleantes. Y aunque usted puede encontrarme menos elocuente que mi hermano del pórtico, voy a prometer la misma fidelidad al texto de mi original. Pero aquí está uno, que puede exponer la doctrina en la letra y el espíritu, y con un asistente tal yo no debería temer a discutir con todos los estudiantes y todos los maestros en Atenas.»

«No, más bien alarde de su causa que de su asistente», dijo Leoncia acercándose y juguetonamente tocando el hombro de Metrodorus: «ni tampoco desmentir sus propios talentos, mi hermano. El corintio sonreirá por su falsa modestia cuando haya estudiado sus escritos y escuchado a tus razonamientos lógicos. Me imagino,» continuó, volviendo la mirada plácida hacia el joven, «que ha escuchado hasta ahora más declamación que razonamiento. Yo también podría decir, que ha oído más sofismo, ya que ha caminado y hablado en el Liceo.»

«Digamos más bien, caminaba y escuchaba.»

«En verdad y yo lo creo», volvió con una sonrisa, «Si tan solo su buen sentido en esto fuera más común y si los hombres se contentaran con esforzar sus oídos y abstenerse de presentar su entendimiento o torturar a el de sus vecinos.»

«Puede parecer extraño,» dijo Metrodoro, «que la pedantería de Aristóteles encuentre tantos imitadores y sus dichos oscuros tantos creyentes en una ciudad también ahora adornada e iluminada por el lenguaje sencillo y doctrinas simples de un Epicuro. Sin embargo, el lenguaje de la verdad es demasiado simple para los oídos inexpertos. Partimos en busca de conocimiento como los semidioses de antaño en busca de aventuras, preparados para encontrar gigantes, escalar montañas, perforar los golfos de Tártaro y llevarnos nuestro premio de las garras de algún hechicero oscuro, invulnerables a todo menos las armas encantadas y los asaltantes que los dioses han bendecido. Encontrar ninguna de estas cosas y en su lugar, un camino suave a través de un país agradable con un guía familiar para dirigir nuestra curiosidad y señalar las bellezas del paisaje, nos decepciona de toda hazaña y toda notoriedad; y nuestra vanidad se aleja con demasiada frecuencia de la campiña bonita y abierta hacia oscuros laberintos de error donde confundimos misterio por sabiduría, pedantería por conocimiento y prejuicio por virtud.»

«Reconozco la verdad de la metáfora», dijo Teón. «Pero ¿no podemos simplificar demasiado o demasiado poco? ¿No podemos empujar la investigación más allá de los límites asignados a la razón humana y, con una audacia cercana a la blasfemia, romper sin quitar el velo que envuelve los misterios de la creación y lo protege de nuestro escrutinio?»

«Sin cuestionar el significado de los términos que ha empleado», dijo Metrodoro, «he de señalar que hay poco peligro de que nuestra investigación empuje demasiado lejos. Desgraciadamente los límites prescritos por nuestros escasos e imperfectos sentidos deben siempre limitar la esfera de nuestra observación, en comparación con la gama infinita de las cosas, aún cuando hayamos esforzado y mejorado nuestros sentidos al máximo. Trazamos un efecto a una causa y esa causa a otra causa, y así sucesivamente hasta que sostenemos unos pocos eslabones de una cadena cuya medida, como el círculo encantado, es sin principio y sin fin.»

«Yo concibo las dificultades», observó Leoncia, «que avergüenzan la mente de nuestro joven amigo. Como la mayoría de los aspirantes a la inteligencia, él tiene una idea vaga y errónea de lo que él está llevando a cabo y aún más de lo que puede ser alcanzado. En las escuelas que ha frecuentado hasta ahora,» continuó, dirigiéndose al joven, «ciertas imágenes de la virtud, el vicio, la verdad, el conocimiento, se presentan a la imaginación y estas cualidades abstractas, o podemos llamarlas seres figurados, son hechos a la vez objetos de especulación y adoración. Una ley se establece y los sentimientos y opiniones de los hombres se basan en ella; una teoría se construye y se obliga a toda la naturaleza animada e inanimada hablar en su apoyo; una hipótesis es avanzada y todos los misterios de la naturaleza son tratados como si se hubieran ya explicado. Usted ha oído hablar y estudiado diversos sistemas de filosofía, pero la verdadera filosofía se opone a todos los sistemas. Todo su negocio es la observación y los resultados de la observación constituyen todo su conocimiento. Ella no acepta una verdad hasta que la ha probado por la experiencia; no presenta opiniones no respaldadas por el testimonio de los hechos; no reconoce virtud sino la que participa en acciones benéficas; ni vicio, sino el que participa en acciones dañinas para nosotros mismos o para otros. Por encima de todo, ella no propone dogmas, es lenta para afirmar lo que es y a nada llama imposible. La ciencia de la filosofía no es más que una ciencia de observación, tanto en lo referente al mundo fuera de nosotros como el mundo interior; y para avanzar en ella, son necesarios sólo sentidos sanos, facultades bien desarrolladas y ejercidas, y una mente libre de prejuicios. Los objetos que tiene a la vista, en cuanto al mundo exterior, son en primer lugar vistos como son y en segundo lugar se examina su estructura para conocer sus propiedades y observar sus relaciones mutuas. En lo que respecta al mundo interior, o la filosofía de la mente, busca en primer lugar examinar nuestras sensaciones o las impresiones de las cosas externas sobre nuestros sentidos; lo cual implica el examen de las cosas externas a uno mismo; en segundo lugar, se remonta a nuestras sensaciones, la primera de todas nuestras facultades; y a partir de estas sensaciones y del ejercicio de nuestras diferentes facultades desarrolladas por ellos, rastrea la formación gradual de nuestros sentimientos morales y de todas las otras emociones: en tercer lugar, analiza todas nuestras sensaciones, pensamientos y emociones; es decir, examina las cualidades de nuestra propia materia interna y sensible, con aún mayor escrutinio que el que hemos aplicado al examen de la materia externa, para investigar la justicia de nuestra sentimientos morales y para pesar el mérito y el demérito de las acciones humanas; es decir, para juzgar su tendencia a producir el bien o el mal, a excitar sensaciones placenteras o dolorosas en nosotros mismos o en otros. Observará, por tanto, que tanto en lo que se refiere a la filosofía de la física como la filosofía de la mente, todo es simplemente un proceso de investigación. Es un viaje de descubrimiento en el que, en el primer caso, nos encargamos de nuestros sentidos para examinar las cualidades de la materia que está a nuestro alrededor, y en el otro prestamos atención a las variedades de nuestra conciencia, a obtener un conocimiento de las cualidades de la materia que constituyen nuestras susceptibilidades de pensamiento y sentimiento.»

«Esta explicación es nueva para mí», observó Teón, «y voy a confesar, asusta mi imaginación. ¡Es materialismo puro!»

«Puede llamarlo así,» contestó Leoncia, «Pero cuando lo han llamado así, ¿entonces qué? La pregunta sigue siendo: ¿Es cierto? ¿O es falso?»

«Yo debería estar dispuesto a decir que falso, ya que confunde todas mis nociones preconcebidas de la verdad y el error, del bien y del mal.»

«Supongo que habla de verdad y error, del bien y el mal, en el sentido de correcto o incorrecto,» dijo Leoncia. «¿Usted no implica la rectitud moral o lo contrario en una cuestión de opinión?»

«Si la opinión tiene una tendencia moral o inmoral, sí», dijo el joven.

«Una simple cuestión de hecho no puede tener tal tendencia o no debería, si somos criaturas racionales.»

«Y no la tendría, si fuéramos seres racionales», dijo Metrodoro; «Pero como la ignorancia y la superstición que rodea nuestra infancia y juventud favorece el desarrollo de la imaginación a expensas del buen juicio, siempre nos ocupamos en acuñar quimeras en lugar de en descubrir verdades; y si alguna vez el pobre criterio hace un esfuerzo por disipar estas fantasías del cerebro, es repudiado como un intruso sacrílego en los misterios religiosos.»

«Hasta que se logre que nuestras opiniones descansen en hechos», dijo Leoncia, «el error de nuestro joven amigo, el más peligroso de todos los errores, siendo un error de principios que involucra muchos errores, siempre deberá estar presente en el mundo. Y era porque sospechaba que esta concepción principal errónea de la naturaleza, del final y el objetivo de la ciencia que está llevando a cabo, que intenté una explicación de lo que debe ser buscado y de lo único que puede ser alcanzado. En la filosofía, es decir en el conocimiento, la investigación es todo; teoría e hipótesis son peor que nada. La verdad no es sino hechos comprobados. La verdad, entonces, es una con el conocimiento de los hechos. Reducir el tamaño de la indagación, es reducir el tamaño de los conocimientos. Y prejuzgar una opinión como verdadera o falsa porque interfiere con una abstracción preconcebida que llamamos vicio o virtud, es como si fuéramos a dibujar la imagen de un hombre que nunca habíamos visto y entonces, al verlo, fuéramos a disputar que él era el hombre en cuestión porque difiere de nuestra imagen

«¿Pero si esta opinión interfiere con otra, de cuya verdad nos imaginamos convencidos?»

«Entonces claramente, en una u otra estamos equivocados; y la única manera de resolver la dificultad es examinar y comparar las evidencias de ambos.»

«Pero. ¿no hay algunas verdades auto-evidentes?»

«Hay algunas que podemos llamar así. Es decir, hay algunos hechos que admitimos en la evidencia de una simple sensación; como, por ejemplo, que un todo es mayor que su parte; que dos son más de uno; opiniones que recibimos inmediatamente después del testimonio de nuestro sentido de la vista o del tacto.»

«Pero ¿no hay verdades morales de la misma naturaleza?»

«No tengo conocimiento de ninguna. La verdad moral, que descansa enteramente sobre las consecuencias comprobadas de las acciones, supone un proceso de observación y razonamiento.»

«¿Como usted llama, entonces, la creencia en una providencia que preside y una gran causa primera?»

«Una creencia que descansa en el testimonio; que será verdadera o falsa, de acuerdo a lo correcto o incorrecto de ese testimonio.»

«¿No es más bien una verdad moral evidente?»

«En mi respuesta, voy a tener que dividir su pregunta en dos. En primer lugar, no puede ser una verdad moral, ya que no se deduce de las consecuencias de la acción humana. Puede ser simplemente una verdad, es decir, un hecho. En segundo lugar, no es una verdad evidente por sí misma, ya que no es evidente para todas las mentes y frecuentemente se vuelve menos y menos evidente cuanto más se examina.»

«¿Pero no es la existencia de una primera causa o de la creación demostrada a nuestros sentidos por todo lo que vemos y oímos y sentimos?»

«La existencia de todo lo que vemos y oímos y sentimos es demostrada a nuestros sentidos; y la creencia que cedemos a esta existencia es inmediata e irresistible, es intuitivo. La existencia de la causa la creación, de la que habla, no está demostrado ante nuestros sentidos; y por lo tanto esta creencia no puede ser inmediata e irresistible. Yo prefiero la expresión «creación» en lugar de «primera» causa, porque parece presentar un significado más inteligible. Cuando haya examinado más los fenómenos de la naturaleza, va a ver que no puede existir ni una primera ni una última causa.»

«Pero tiene que haber siempre una causa, produciendo un efecto.»

«Ciertamente; y así su causa–la creación de todo lo que vemos y oímos y sentimos–debe tener una causa que la produce, de lo contrario está en la misma dificultad que antes.»

«Supongo que es un Ser inmutable y eterno, no producido, y que produce todas las cosas.»

«Inmutable puede que sea, eterno debe ser ya que cada cosa es eterna.»

«¿Cada cosa eterna?»

«Sí; es decir, los elementos que componen todas las sustancias son, hasta donde sabemos y podemos razonar, eternos e inmutables en su naturaleza; y es al parecer sólo la diferente disposición de estos átomos eternos e inmutables que produce todas las variedades en las sustancias que constituyen el gran todo material del que formamos parte. Esas partículas, cuya aglomeración peculiar o arreglo hoy llamamos un vegetal, luego pasan a formar parte de un animal por la mañana; y ese animal de nuevo, al separarse de sus átomos constituyentes para ellos aproximarse y juntarse con otros átomos, se transforma en alguna otra sustancia que presenta un nuevo conjunto de cualidades. Nuestros sentidos nos guían a esta simple exposición de los fenómenos de la naturaleza (lo cual, observará, no explica sus maravillas, porque eso es imposible, sino que sólo los observa). En el estudio de las existencias que nos rodean, claramente nos conviene utilizar nuestros ojos y no nuestra imaginación. Ver las cosas como son es todo lo que debemos intentar y es todo lo que es posible hacer. Desafortunadamente, es muy poco incluso aquí lo que podemos hacer, ya que nuestros ojos nos sirven para ver muy poco. Pero, si fueran nuestros ojos mejores, tan buenos como para permitirnos observar todos los arcanos de la materia, no podrían adquirir otro conocimiento de ellos, que el hecho que las cossas son como son; Y al saber esto, es decir, en ver todos los eslabones de la cadena de sucesos, podremos saber todo lo que incluso un ser omnisciente podría conocer. Un astrónomo traza el curso del sol alrededor de la tierra, otro imagina que de la tierra alrededor del sol. Algunas mejoras en el futuro en la ciencia nos pueden permitir determinar cual conjetura es la verdadera. Habremos comprobado un hecho que puede conducir al descubrimiento de otros hechos, y así sucesivamente. Hasta que se reciba esta visión simple y llana de la naturaleza de toda la ciencia, todos los avances que podemos hacer en ella son comparativamente como nada. Hasta que nos ocupamos en el examen, la observación y la determinación, y no en la explicación, estamos de brazos cruzados e infantilmente empleados. Con cada verdad que descubramos vamos a mezclar un millar de errores; y por cada hecho, nuestro cerebro tendrá mil fantasías. A este concepto principal erróneo del único objeto real posible de la investigación filosófica, me inclino a atribuir todos los modos y formas de superstición humana. La vaga idea de que alguna causa misteriosa no sólo precede sino que produce el efecto que contemplamos, nos hace vagar por el objeto real en busca de uno imaginario. Vemos la salida del sol en el este: en lugar de confinar nuestra curiosidad por el descubrimiento de la hora y la forma de su salida y su curso en el cielo, nos preguntamos también ¿Porqué se levanta? ¿Que hace que se mueva? Los más ignorantes conciben inmediatamente algún ser que lo estimula a través de los cielos con caballos de fuego, con ruedas de oro, mientras que el más culto nos hablan de las leyes del movimiento decretadas por un fiat todopoderoso y sostenidas por una voluntad omnipotente. Imagine la verdad de ambos supuestos: en el primer caso, hay que ver la aplicación del poder físico del conductor y los corceles seguido por el movimiento del sol, y en la otra, una voluntad omnipotente seguida por el movimiento del sol. Pero, en cualquier caso, debemos entender por qué el sol se mueve. ¿Por qué o cómo su movimiento sigue lo que llamamos el impulso del poder de propulsión o la voluntad de propulsión? Todo lo que pudimos saber entonces, más de lo que ahora sabemos, sería que la aparición del movimiento del sol fue precedida por otra ocurrencia; y si después observamos con frecuencia la misma secuencia de sucesos, serían asociados en nuestra mente como antecedente y consecuente necesarios, como causa y efecto, y se podría dar a ellos la denominación de ley de la naturaleza o cualquier otra denominación; pero ellos todavía constituyen meramente una verdad, es decir un hecho, y no necesitan de ningún otro misterio que eso para cada aparición y cada existencia.»

«Pero, de acuerdo con esta doctrina,» dijo Teón, «no habría menos razones para atribuir el arreglo hermoso del mundo material al movimiento de un caballo que a la voluntad de una mente omnipotente.»

«Si yo viera el movimiento de un caballo, seguido por el efecto del que hablas, debo creer que existe alguna relación entre ellos; y si viera el sol seguir la voluntad de una mente todopoderosa, lo mismo.»

«Pero la causa sería inadecuada para el efecto.»

«No podría serlo, si es la causa. ¿Porque, en qué constituye lo adecuado de lo que usted habla? Es evidente que sólo el contacto o la proximidad inmediata de los dos sucesos. Si cualquier secuencia de hechos puede ser más maravillosa que otra, puede parecer que es por la consecuencia para impartir grandeza al precedente, el efecto a la causa, y no por la causa impartir grandeza al efecto. Pero, en realidad, todas las secuencias son igualmente maravillosas. Que la luz siga la aparición del sol es igual de maravilloso, y no más, que si fuera a seguir la aparición de cualquier otro cuerpo. Y si la luz siguiera la apariencia de una piedra negra eso sería asombrante simplemente porque nunca se ha visto que la luz siga una apariencia semejante. Acostumbrados, como estamos ahora, a ver la luz cuando amanece, nos maravillaríamos si no llegamos a ver la luz en la mañana: pero si la luz regularmente asistiera la aparición de cualquier otro organismo, nuestro asombro ante tal secuencia, después de un tiempo, cesaría; y entonces habría que decir, como decimos ahora, hay una luz porque tal cuerpo ha aparecido; e imaginamos entonces, como nos imaginamos ahora, que nosotros entendemos porqué existe la luz.»

«De la misma manera todas las existencias son igualmente maravillosas. Un león africano no es en sí mismo más extraordinario que un caballo de Grecia; aunque todo el pueblo de Atenas se reuniría para contemplar el león y exclamar lo maravilloso que es, mientras que ningún hombre observa el caballo.»

«Es cierto, pero esto es cuestión de ignorancia.»

«Yo respondo: cierto de nuevo, pero también lo es todo asombro. Si, en efecto, lo debemos considerar en este y en todos los demás casos como simplemente una emoción de sorpresa placentera, reconociendo la presencia de un objeto novedoso, la sensación es perfectamente racional; pero si se imagina algo más intrínsecamente maravilloso en la novel existencia que en lo familiar, es entonces claramente ocioso; es decir, es el maravillarse sin-razón, irreflexivo de la ignorancia. Sólo hay una verdadera maravilla de la mente pensante: es la existencia de todas las cosas, es la existencia de la materia. Y la única base racional de esta gran maravilla es que la existencia de la materia es el último eslabón de la cadena de causa y efecto al que podemos llegar. Usted imagina un eslabón más: la existencia de un poder que crea esa materia. Mis únicas objeciones a este enlace adicional o causa sobreañadida, es que es imaginado y que deja la maravilla igual que antes; a menos que digamos que ha sobreañadido otras maravillas, ya que supone un poder, o más bien, una existencia que posee un poder, de la cual nunca vimos un ejemplo.»

«¿Cómo es eso? ¿Ni posee hasta el hombre una especie de creación de poder? ¿Y no supone que exista en la materia inerte esta misma propiedad tal y como le atribuyen otros, con más razón me parece, a una existencia superior y desconocida?»

«De ninguna manera. Ninguna existencia, que nosotros sepamos, posee el poder de crear en el sentido que supone. Ni la existencia que llamamos hombre, ni ninguna otra de las existencias comprendidas bajo los nombres genéricos de la materia, mundo físico, la naturaleza, etcétera, posee el poder de hacer existir sus propios elementos constitutivos, ni los elementos constitutivos de cualquier otra sustancia. Puede cambiar una sustancia en otra sustancia, alterando la posición de sus partículas, o mezclándolas con las demás: pero no puede hacer existir, ni puede aniquilar, esas mismas partículas. La mano del hombre hace que se acerquen las partículas de la tierra y del agua, y por su aproximación produce arcilla a la que da una forma regular, y por la aplicación de fuego produce el recipiente que llamamos un florero. Usted puede decir que la mano del hombre crea el jarrón, pero no crea la tierra, el agua o el fuego; tampoco la mezcla de estas sustancias que añade o resta a la suma de sus átomos elementales. Observe, por lo tanto, que no hay analogía entre el poder inherente a la materia de cambiar su aspecto y cualidades por un simple cambio en la posición de sus partículas, y lo que usted atribuye a una existencia invisible, que mediante una simple voluntad hace existir la materia misma con todas sus maravillosas propiedades. Nunca he visto una existencia que posea tal poder, y aunque esto no dice nada en contra de la posibilidad de tal existencia, dice todo en contra de mi creencia en ella. Y más, el poder que usted atribuye a esta existencia: el poder de por voluntad producir algo de la nada, es algo que no sólo nunca he visto, sino que no puedo concebir con distinción alguna y que me parece la más grande de todas las improbabilidades.»

«Nuestro joven amigo,» observó Metrodoro, «recientemente usó una expresión cuyo error parece estar en la raíz de su dificultad. Al hablar de la materia,» continuó, dirigiéndose a Teón, «usó el epíteto inerte. ¿Cuál es su significado? ¿Y cual materia es la que aquí designa?»

«Toda la materia sin duda es, en sí misma, inerte.»

«Toda la materia sin duda es, en sí misma, como es,» dijo Metrodoro con una sonrisa; «Y es, debo decir, viva y eficaz. Una vez más, ¿qué es la materia?»

«Todo lo que es evidente a nuestros sentidos», respondió Teón,»y que se opone a la mente.»

«Toda la materia que está desprovista de mente es por lo tanto inerte. Entonces, ¿qué entiende usted por la mente?»

«Concibo algún error en mi definición,» dijo Teón, sonriendo. «Si dijera que es pensamiento, me va a preguntar si toda existencia desprovista de pensamiento es inerte, o si toda existencia que poseee vida, posee el pensamiento.»

«Lo debí haber preguntado. Yo considero la mente o pensamiento como una cualidad de la materia que constituye la existencia que llamamos un hombre, cuya calidad encontramos en mayor o menor grado en otras existencias; Muchos, tal vez todos los animales, la poseen. La vida es otra cualidad o combinación de cualidades de la materia, inherentes a no sabemos cuántas existencias. La encontramos en las verduras; podríamos percibirla incluso en las piedras si pudiéramos ver a su formación, crecimiento y decadencia. Podemos llamar vida a este principio activo que impregna los elementos de todas las cosas, que aproxima y separa las partículas que componen el mundo siempre cambiante, y sin embargo perdurable. Hasta que descubra alguna sustancia que no sufre ningún cambio, no se puede hablar de la materia inerte: sólo puede serlo relativamente, es decir en comparación con otras sustancias.»

«El clasificar pensamiento y vida entre las cualidades de la materia es nuevo para mí.»

«Lo que está en una sustancia no puede ser separado de ella. ¿Y no está toda materia compuesta de cualidades? Dureza, extensión, forma, color, movimiento, resto: quite todos estos, ¿y donde está la materia? Concebir una mente independiente de la materia, es como concebir de color independiente de una sustancia de color: ¿Cuál es la forma, si no un cuerpo de una forma particular? ¿Qué es lo que piensa, si no algo pensante? Destruya la sustancia y destruye sus propiedades; y así por igual, destruya las propiedades, y se destruye la sustancia. Suponer la posibilidad de retener el uno sin el otro, es un absurdo evidente.»

«El error de concebir una calidad en lo abstracto a menudo me ofendía en el Liceo», regresó el joven, «pero nunca he considerado que el error se extienda a la mente y la vida, más que al vicio y la virtud.»

«Omitió muchos otros», dijo Leoncia. «De hecho, es sorprendente la cantidad de mentes agudas que aplican un proceso de razonamiento lógico en un caso e invierten el proceso en otro exactamente igual.»

«Para volver, y si se quiere, para concluir nuestra discusión,» dijo Metrodoro: «Voy a observar que no se pueden hacer avances reales en la filosofía de la mente sin un profundo escrutinio de las operaciones de la naturaleza o existencias materiales. Ya que la mente es sólo una cualidad de la materia, el estudio que llamamos la filosofía de la mente es necesariamente sólo una rama de la física en general, o el estudio de una parte en particular de la filosofía de la materia.»*

«Estoy en deuda con su paciencia», dijo el joven, «y de buena gana no la aprovecharé más. Me limitaré en la actualidad, sin embargo, a una observación. La vista general de las cosas que presenta usted a mi mente, cuya sencillez confieso que es aún más fascinante que su novedad, es evidentemente desfavorable a la religión, y de ser así, desfavorable a la virtud.»

«Usted tendrá una oportunidad hoy», dijo Leoncia, «para examinar esta importante cuestión en detalle. A petición de algunos de nuestros jóvenes, el maestro mismo va a dar sus puntos de vista sobre el tema.»

«Yo soy todo curiosidad,» dijo Teón. «Otros profesores han ordenado mi respeto, inflamado mi imaginación, y creo a menudo controlado mi razón. El hijo de Neocles me inspira amor y gana mi confianza al animarme a ejercer mi propio juicio en la exploración de sus argumentos y el examen de las bases de sus propias opiniones. Con tal maestro y en tal escuela, siento que la sospecha está totalmente fuera de lugar; y ahora voy a empezar en el camino de la investigación, sólo ansioso por descubrir la verdad y dispuesto a desprenderme de toda opinión errónea en el momento en que se demuestre que es errónea.»

NOTA DEL TRADUCTOR.** – ¡De que hermosa manera los descubrimientos modernos de la química y la filosofía de la naturaleza y el análisis preciso de la mente humana – ciencias desconocidas para el mundo antiguo – han fundamentado los principales principios de la ética y la física epicúrea: la única escuela antigua de ambas que de verdad merece el nombre.

¿A qué nos llevan todos nuestros inventos ingeniosos y artefactos para el análisis de las sustancias materiales, sino a los átomos de Epicuro? ¿A qué nos llevan nuestra observación precisa de la descomposición de las sustancias, y su detención, y el peso de sus elementos más sutiles e invisibles, sino a la naturaleza eterna e inmutable de esos átomos? En el curso de nuestro examen, hemos sobreañadido a las maravillosas cualidades de la materia con la que estábamos familiarizados, aquellos que llamamos atracción, repulsión, electricidad, magnetismo, etc. ¡Cómo se multiplican estos descubrimientos y magnifican los poderes de vida inherentes a los elementos simples de todas las existencias, señalando nuestra admiración a la sagacidad de ese intelecto que hace 2.000 años se inició en el verdadero camino de la investigación; mientras que, en el día de hoy, miles de maestros y millones de eruditos están tropezando en los caminos de error!

Si miramos nuestra filosofía mental, a qué ha llevado nuestro escrutinio sino a los principios rectores de la ética epicúrea. En el placer, la utilidad, propiedad de la acción humana, sea cual sea la palabra que empleamos, el significado es el mismo: en las consecuencias de las acciones humanas, es decir, en su tendencia a promover nuestro bien o nuestro mal, debemos encontrar siempre el única prueba de su mérito intrínseco o demérito.

Puede parecer extraño que, mientras que la verdad de los principales principios de la filosofía epicúrea ha sido durante mucho tiempo admitida por todos los razonadores sobrios, el abuso de la escuela y de su fundador continúa hasta nuestros días: este poder parecería extraño e incomprensible, si no encotráramos en todos los temas el mismo cobarde temor modesto de confrontar de manera abierta y honesta los prejuicios de los hombres. Los maestros, conscientes de la ignorancia de aquellos a quienes enseñan, desarrollan sus doctrinas en lenguaje inteligible sólo a unos pocos; o cuando se aventuran a una exposición más clara de la verdad, se protegen de oprobio haciendo eco a la censura vulgar contra aquellos que han enseñado la misma verdad, con más explicitud, delante de ellos. La mayoría, incluso de lo que se llama el mundo educado, no sabe nada de los principios que condenan o de los personajes que abusan. Es fácil, por tanto, al unirse en el abuso contra uno, fomentar la creencia de que no podemos estar defendiendo lo otro. Este deseo estar bien con los sabios sin incurrir en la enemistad de los ignorantes puede ser apto para el objetivo de aquellos que adquieren el conocimiento sólo para ostentarlo, o para la satisfacción de la mera curiosidad. Pero los que tienen el objetivo más noble y más alto de avanzar la mente humana en el descubrimiento de la verdad, deben soportar la prueba por igual de la censura y alabanza. Que esos labios y lápices empleen la equivocación, u otro artificio, para desviar la ira de la ignorancia, es degradante para ellos mismos y mortificante para sus admiradores. El fenecido maestro amable e ilustrado, Thomas Brown, de Edimburgo, cuya magistral exposición de verdades antiguas y nuevas, y exposición de errores modernos y antiguos, han avanzado tanto la ciencia que profesaba, peca aún de esta debilidad. Después de inculcar los principios rectores de la filosofía epicúrea y basar en esos principios la totalidad de su hermoso sistema, condesciende a calmar los prejuicios que todos sus argumentos habían tendido a arrancar de raíz, censurando la escuela cuyas doctrinas había tomado prestadas y enseñado. Podríamos decir: ¡qué indigno de una mente así! Pero vamos a decir: ¡Cuan lamentable que una mente así no lleva en sí la convicción de que todas las verdades son importantes para todos los hombres; y que emplear el engaño con los ignorantes es derrotar nuestro propio fin que es, seguramente, no abrirle los ojos a los que ya ven sino iluminar a los ciegos!

 Capítulo 16

* Aquí Metrodoro hace un llamado al estudio de la neurociencia.

** Esta «nota del traductor» fue colocada por la autora misma como parte de su licencia literaria. Recordemos que la obra fictícea, en su portada, dice haber sido encontrada en Herculáneo.

Varios días en Atenas – Capítulo 14

Cuestionando las opiniones sagradas

Pensamientos inquietos criaban sueños inquietos, y Teón se levantó de un inquieto sofá antes de que los primeros rayos de la aurora teñieran la frente del cielo. Pisó los senderos del jardín y esperó la aparición del Maestro con impaciencia, por primera vez, con mezcla de aprehensión. Las afirmaciones de Cleantes eran corroboradas por el testimonio de la opinión pública; pero ese testimonio lo había aprendido a despreciar. Fue formado después de una lectura superficial de los escritos de Epicuro; escritos que aún desconocía. ¿Habán sido mal interpretados? Cleantes no era un Timócrates. Si es cierto que tenía prejuicios, al menos era incapaz de mal representar a propósito; y estaba demasiado familiarizado con la ciencia de la filosofía como para tan groseramente malinterpretar un razonador tan lúcido como parece ser Epicuro. Estas reflexiones pronto fueron interrumpidas. La estrella de la mañana todavía brillaba al este cuando oyó pasos que se acercaban, y pasando de las sombras a un pequeño jardín abierto en el que una fuente cristalina fluía de la urna invertida de una náyade reclinada, fue recibido por el sabio.

«Oh, no», exclamó Teón medio audible mientras miraba el rostro sereno delante de él, «este hombre no es un ateo.»

«¿Qué pensamientos están con usted, mi hijo, esta mañana?», dijo el filósofo, con gentil solicitud. «Dudo que su caída en Iliso perturbe sus sueños. ¿La imagen de una bella ninfa o de un Dios río revolotean alrededor de su sofá y echan el sueño de sus párpados?»

«Yo estaba en peligro de lo primero», dijo el joven, medio sonriendo, medio ruborizado, «hasta que un visitante de un carácter diferente, uno que me imagino está más acostumbrado a calmar que a perturbar la mente, trajo a mi imaginación una serie de dudas y temores que su sola presencia ha disipado.»

«¿Y quien jugó la parte de su íncubo?», exigió el sabio.

«Usted mismo, el más benigno e indulgente de los hombres.»

«En verdad, me duele haber actuado tan mal con usted, mi hijo. Pero estará bien, porque el causante de la enfermedad es también su médico.»

«Al salir de aquí ayer por la noche,» dijo Teón, «me encontré con Cleantes. Él venía de leer sus escritos y presentó cargos contra ellos que yo no estaba preparado para responder.»

«Vamos a escucharlos, mi hijo; tal vez, hasta que los haya leído detenidamente usted mismo, podemos ayudar en su dificultad.»

«En primer lugar, que niegan la existencia de los dioses.»

«Veo solo una afirmación de que podría ser igual que esa en locura», dijo Epicuro.

«Lo sabía,» exclamó Teón triunfante; «Yo sabía que era imposible. ¡Pero hasta donde no llega el prejuicio de los hombres, cuando incluso el recto Cleantes es capaz de calumnia!»

«Él es completamente incapaz de ello», dijo el maestro; «Y el error en este caso, sospecho, descansa mas con usted que con él. Negar la existencia de los dioses de hecho sería presunción en un filósofo; una presunción sólo igualada por la de aquel que afirma su existencia.»

«¡Cómo!» exclamó el joven, con un rostro en el que el asombro parecía suspender toda otra expresión.

«Como nunca vi a los dioses, mi hijo,» con calma continuó el sabio, «No puedo afirmar su existencia; pero que nunca los haya visto, no es razón para negarlos.»

«Pero ¿creemos nada excepto aquello de lo que tenemos demostración ocular?»

«Nada, al menos, de lo que no tenemos la evidencia de uno o más de nuestros sentidos; es decir, cuando creemos por justa causa, lo cual reconozco es muy raro, tomando en conjunto los hombres.»

«Pero, ¿a dónde nos llevaría este espíritu? ¡A la impiedad! ¡Al ateísmo! ¡A todo aquello contra lo que me sentía confiado de defender el carácter y la filosofía de Epicuro!»

«Examinaremos ahora, mi hijo, el significado de los términos que ha empleado. Pero en cuanto a su defensa de mi filosofía, lamento que usted presumía mucho donde sabía poco. Que esto sirva como otra precaución contra pronunciar antes de examinar y afirmar antes de preguntar. Es mi costumbre habitual,» continuó el maestro, «con los jóvenes que frecuentan mi escuela, aplazar la discusión de todas las cuestiones importantes hasta que naturalmente, en el curso de los acontecimientos, sea sugerido en sus propias mentes. Una vez excitada su curiosidad, a mi me toca el esfuerzo para satisfacerla. La primera vez que entró en el jardín su mente no era apta para examinar el tema que ahora ha comenzado: ya no es así, por lo tanto vamos a entrar en la consulta.»

«Perdóname si expreso, si reconozco», dijo el joven, retrocediendo un poco de su instructor, «cierta renuencia a entrar en la discusión de las verdades, cuya discusión misma parecería argumentar a favor de dudas y …»

«¿Y entonces qué?»

«Esas mismas dudas son un crimen.»

«Es allí donde yo quería llevarle; y con el examen de este punto vamos a descansar hasta que el tiempo y las circunstancias conduzcan a empujar la investigación más lejos. Tengo en mí poco del espíritu de proselitismo. Una mera opinión abstracta, suponiendo que no afecta a la conducta o disposición de quien la sostiene, tendría en mis ojos muy poca importancia. Y es sólo en la medida en que creo que todas nuestras opiniones, por mas que estén aparentemente removidas de consecuencias prácticas, siempre más o menos afectan nuestra conducta o nuestra disposición, que me esfuerzo por corregir a mi estudiantes que me parecen en error. Entiendo que diga que entrar en la discusión de ciertas opiniones que usted considera como verdades sagradas parecería argumentar duda de esas verdades, y que la duda aquí constituiría un crimen. Ahora, considero su opinión inconsistente con la franqueza y la caridad, dos sentimientos indispensables tanto para el disfrute de la felicidad en nosotros mismos como para su distribución a otros, voy a impugnar su investigación. Si la duda de cualquier verdad constituye un delito, entonces la creencia de la misma verdad debería ser una virtud.»

«Tal vez preferiría expresarlo como un deber.»

«Cuando acusa la negligencia de cualquier deber como un delito, o designa su cumplimiento como una virtud, supone la existencia de un poder para negligir o cumplir; y es el ejercicio de esta facultad, de una manera u otra, lo que constituye el mérito o demérito. ¿No es así?»

«Por supuesto.»

«¿La mente humana posee el poder de creer o no creer, como le plazca, cualquier verdad en absoluto?»

«Yo no estoy preparado a contestar: pero creo que sí, ya que posee siempre la facultad de investigación.»

«Pero, posiblemente no posee la voluntad de ejercer ese poder. Tenga cuidado, no sea que yo le gane con sus propias armas. Pensé que esta misma investigación le parecía un crimen.»

«Su lógica es demasiado sutil,» dijo el joven, «para mi falta de experiencia.»

«Diga más bien que mi razonamiento es demasiado conclusivo. Si le azotara con palabras finas y autoridades de peso y confundiera su entendimiento con distinciones demasiado específicas, estaría en lo correcto al retirarse del golpazo.»

«No tengo nada que objetar a la imparcialidad de sus deducciones», dijo Teón, «¿Pero no sería una doctrina peligrosa si establece nuestra incapacidad para ayudar a nuestra creencia; y no podríamos estirar el principio hasta que afirmemos nuestra incapacidad para ayudar a nuestras acciones?»

«Podríamos, y con razón. Pero ahora no vamos a cruzar el pons asinorum* de la necesidad, la más simple y evidente de las verdades morales y la más oscura, torturada y elaborada por los maestros morales. Usted pregunta si la doctrina que hemos tratado de establecer no es peligrosa. Yo respondo: No, si es verdad. Nada es tan peligroso como el error, nada tan seguro como la verdad. Una verdad peligrosa sería una contradicción en términos y una anomalía en las cosas.»

«¿Pero que es una verdad?» dijo Teón.

«Pregunta pertinente. Una verdad considero que es un hecho comprobado; que sería cambiada por un error en el momento en que los hechos sobre los cuales resta sean desmentidos.»

«Ya veo, entonces, no hay base fija de la verdad.»

«Seguramente tiene la más fija de todas: la naturaleza de las cosas. Y es sólo cuando se tiene una idea imperfecta de la naturaleza, que surgen todas nuestras conclusiones erróneas ya sea en la física o la moral.»

«Pero, ¿dónde, si descartamos a los dioses y su voluntad, como esculpida en nuestros corazones, están nuestros guías en la búsqueda de la verdad?»

«Nuestros sentidos, y nuestras facultades segú se desarrollan en y por el ejercicio de nuestros sentidos, son las únicas guías que yo conozco. Y yo no veo por qué, aún admitiendo la creencia en los dioses y en una providencia superintendente, los sentidos no deben ser vistos como guías proveídos por ellos para nuestra dirección e instrucción. Pero he aquí el encargado del mal en una creencia sin fundamento, cualquiera que sea su naturaleza. En el momento en que tomamos algo por dado, tomamos otras cosas por dadas: hemos empezado a andar en un camino equivocado y es raro que podemos ganar el camino recto, hasta que pisemos de nuevo sobre nuestros pasos hasta el lugar de partida. Solo se de una cosa que un filósofo debe dar por establecida, y sólo porque se ve obligado a ello por un impulso irresistible de su naturaleza y porque, si no lo hace, ni la verdad ni la falsedad podrán existir para él. Él debe dar por sentada la evidencia de sus sentidos; en otras palabras, debe creer en la existencia de las cosas tal como existen para sus sentidos. No conozco ninguna otra existencia, y por lo tanto no puedo creer en ninguna otra: aunque, razonando por analogía, puedo imaginar otras existencias. Esto es lo que hago, por ejemplo, con respecto a los dioses. Veo a mi alrededor, en el mundo que habito, una variedad infinita en la disposición de la materia; una multitud de seres sensibles, que poseen diferentes tipos y diferentes grados de poder e inteligencia, desde el gusano que se arrastra en el polvo, al águila que se eleva hacia el sol y el hombre que señala el curso del sol. Es posible, además probable, que en los mundos que yo no veo, en la infinitud sin límites y la duración eterna de la materia, puedan existir seres de variedad incontable y varios grados de inteligencia inferior y superior a la nuestra hasta descender a lo mínimo y elevarse a lo máximo, a la que la gama de nuestra observación no ofrece paralelo y que nuestros sentidos son inadecuados para la concepción. Hasta ahora, mi joven amigo, creo en los dioses o en lo que sea que se pueda imaginar de las existencias retiradas de la esfera de mi conocimiento. Que usted deba creer positivamente en una u otra existencia invisible, no me parece ningún delito, aunque me puede parecer no razonable: y así, mi duda de la misma tampoco debería parecerle a usted ser una ofensa moral, aunque es posible que sea errónea. Temo fatigar su atención y por lo tanto desestimaré por el momento estos temas abstrusos.

Pero ambos seremos ampliamente recompensados al discutirlos, si esta verdad permanece con usted: que una opinión, correcta o errada, no puede constituir una ofensa moral ni ser en sí misma una obligación moral. Puede estar confundida, implicar un absurdo o una contradicción. Es una verdad, o es un error: nunca puede ser un delito o una virtud.»

 Capítulo 15

* pons asinorum = puente de los asnos, término latín que implica una prueba o examen de conocimiento 

Varios días en Atenas – Capítulo 13

Los prejuicios de Cleantes

Aires refrescantes de la noche se desplegaban en las mejillas de Teón y susurraban el mirto en su frente; pero la fiebre sutil de amor que se extendía a través de sus venas y palpitaba en su corazón y en sus sienes estaba más allá de la influencia del frescor. El negocio ruidoso de la vida ahora había dado lugar en las calles a ruidosa alegría. La canción y el baile sonaban por los portales abiertos y los jóvenes devotos de Baco, en todo el frenesí del dios, se precipitaban desde el banquete de la noche a las guaridas de exceso de la media noche, mientras que el amante tembloroso pasaba al encuentro robado, escondiéndose hasta de la luz de la hermana pálida del día. Teón se volvió bruscamente de la muchedumbre y buscó instintivamente un paseo público, a esta hora siempre privado, donde a menudo había meditado sobre los misterios de la filosofía y esforzado su juicio inmaduro en mantener el equilibrio entre las doctrinas de sus escuelas contendientes. Ningún pensamiento tan profundo y alto ahora llenaba su fantasía juvenil. Vagaba, sus sentidos inmersos en un delirio no menos potente que el del vino, hasta que sus pasos se detuvieron de repente por un encuentro un poco grosero con una figura humana que avanzaba con un ritmo más pausado que el suyo. Comenzó a andar hacia atrás y sus ojos se encontraron con los de Cleantes. El estoico se detuvo un momento y luego continuó su paso. Pero Teón, por menos que quería un compañero en un momento así, le saludó por su nombre y se colocó a su lado. Una vez más Cleantes lo miró en silencio, cuando Teón, siguiendo la dirección de su mirada, levantó una mano a sus sienes y retiró, con un rubor consciente, la ofensiva guirnalda. La sostuvo por un momento; entonces, colocándola en su seno: «Usted juzga mal este regalo inocente; Un reconocimiento de una vida redimida de las olas.»

«¡Ojalá pudiera recibir uno por la redención de su virtud, Teón, de la inundación de la destrucción! Por causa de usted he abierto los volúmenes de este engañador suave. ¿Y unas cuantas palabras justas y un semblante más just aún pueden servir de escudo para tales doctrinas contra el oprobio? ¿Debe el que roba a la virtud su sublimidad, los dioses de su poder, el hombre de su inmortalidad y la creación de su providencia, pasar por maestro de la verdad y expositor de las leyes de la naturaleza? ¿Dónde está su razón, Teón? ¿Donde su sentido moral para ver en doctrinas como éstas otra cosa que impiedad y crimen, o imaginar que quien las defiende pueda merecer otra cosa que el desprecio de los sabios y el oprobio de los buenos?»

«No veo así las doctrinas de Epicuro», dijo el joven, «y tendrá que excusar el resto de mi respuesta hasta que yo haya examinado la filosofía que tan amargamente, y aparentemente tan justamente condena.»

«¿La filosofía? No la honre con el nombre.»

«No,» devolvió Teón con una sonrisa, «Hay tantas cosas absurdas honradas con ese apelativo en Atenas, que el elogio podría pasar sin reto, aunque aplicado a uno menos digno a mis ojos que el sabio de Garguetia. Pero,» tratando de prevenir la interrupción enojada del estoico, «mi lentitud para juzgar y censurar ofende su entusiasmo. La experiencia de estos tres días me ha enseñado esta precaución. Conozco, hasta ahora, más bien al filósofo que a la filosofía; mis prejuicios al principio eran igualmente fuertes en contra de ambos. Habiendo descubierto mi error con respecto a uno, ¿no debería yo leer, escuchar y analizar antes de que condenar la otra? Y más aún ya que todo lo que he oído en el jardín ha convencido hasta ahora mi razón y despertado mi admiración y amor.»

«Permítame la pregunta», dijo Cleantes pausando y fijando su penetrante mirada en el rostro de su compañero. «¿Honran los dioses y creen en una causa creadora y una Providencia?»

«Ciertamente yo sí», dijo Teón.

«¿Cómo, entonces, venerar al hombre que proclama su duda de ambos?»

«Eso, en mi presencia, nunca lo ha hecho el hijo de Neocles.»

«Pero lo ha hecho ante la audiencia del mundo.»

«Eso lo he oído y lo he clasificado entre los insultos de sus enemigos.»

«Él lo ha escrito y el hecho es reconocido por sus amigos.»

«Voy a leer sus obras,» dijo Teón, «y preguntarle al escritor. Estoy seguro de que no existe una mente más sincera, cualquieras que sean sus errores, que la de Epicuro; Debería haber dicho también que no hay una mente más libre de errores. Pero él me ha enseñado a no considerar ninguna mente infalible, no importa cuan sabia sea.»

«¿Llama esas doctrinas, errores? Yo más bien les llamaría crímenes.»

«No me opongo a la palabra», dijo Teón. » Voy a examinar esto. ¡Que los Dioses le tengan en su cuido! Buenas noches.» Entraron en la ciudad y dividieron sus caminos.

Capítulo 14

Varios días en Atenas – Capítulo 12

Bromas sobre los filósofos

Teón, levantándose refrescado del baño de agua tibia, sus miembros bien frotados con ungüentos, se unió al grupo en la cena de buena salud y ánimo. Consistía en el maestro, Leoncia, Metrodoro y otros dos estudiantes que eran personas nuevas para él. Había algo en los modales suaves de uno, no sin mezclar con un poco de torpeza, el grave reposo de sus características, el pensamiento abstracto que bordeaba la frente y su mirada fija suave, que lo llevó a adivinar que era Polieno. El otro, cuya marcha tenía la dignidad de la virilidad y el pulido del arte; cuyo rostro, sin ser guapo, tenía esa belleza que el refinado sentimiento y una mente bien recogida siempre añaden a las características; cuya entera apariencia mostró de inmediato al fino erudito y al hombre amable, fijó al instante la atención y la curiosidad de Teón. Todos recibieron al joven con felicitaciones y Metrodoro, mientras lo sostuvo en sus brazos, en broma lo reprochó como un invasor codicioso y bárbaro que cargaba en su persona sola todo el amor y el honor del jardín. «Pero aún así», añadió, «tenga cuidado; porque dudo que haya obtenido también su envidia.»

«Lo creo», dijo Teón. «Por lo menos sé que debería envidiarlo a usted, o a cualquiera de su fraternidad, que haya arriesgado o perdido su vida en el servicio de su maestro o cualquiera que su maestro haya amado.»

«Bien dicho, mi querido joven,» dijo el extraño, tomando su mano; «Y cuando haya visto más de la ninfa que tan gallardamente rescató, usted quizás piense que no es menos objeto de la envidia el hombre que arriesgue su vida por ella o cualquiera que ella amó.»

Se trasladaron a la mesa, donde Leoncia susurró a Teón: «Hermarco de Mitilene, el amigo del alma de Epicuro.»

«Le doy las gracias,» respondió Teón, «usted ha leído bien mi curiosidad.»

El grupo estaba a punto de situarse para la cena cuando un sonido en el pasaje volvió todas las miradas hacia la puerta. «Sí, enfermera, puede tranquilamente dejarme tomar mi propio camino. Vaya, vaya, estoy bastante bien, bastante cálida y muy activo. Le digo que me ha frotado la piel hasta pelármela, ¿Me va a frotar la carne también?» Y entró, con el pie ligero de una ninfa de Diana, la joven Hedea. Un vestido blanco, descuidadamente ajustado, caía con gracia inimitable sobre su forma aireada; con igual negligencia, el pelo largo, todavía húmedo por las recientes olas y despeinado por el roce ardiente de su cuidadosa asistente, colgaba de sus hombros. Su rostro, aunque pálido de alarma y fatiga tardías, irradiaba vida y alegría. Sus ojos oscuros chispeaban de inteligencia y sus labios, aunque de coral ligeramente descolorido, encantaban con una sonrisa. En una mano tenía una copa, en la otro una corona de flores de mirto. «¿Cuál es mi héroe?», preguntó con una voz más dulce que el céfiro nocturno, mientras miraba alrededor de la mesa. «¿Estoy en lo cierto?», acercándose a Teón. El joven, al mirar el hermoso rostro, se olvidó de responder. «No, pero ¿es una estatua?», dijo inclinada hacia adelante y mirando a su vez, como si en inspección curiosa.

«No, un esclavo», dijo Teón, medio sonriendo, medio sonrojado, mientras se inclinaba su rodilla mientras ella colocaba la guirnalda en su cabeza.

«Vengo a jurarle mi lealtad,» dijo ella, poniendo la copa a sus labios «y para que me jure la suya», presentando la copa con una gracia encantadora al joven, quien tomó de ella en éxtasis sin palabras de sus dedos cónicos, y volviendo ese lado de la boca que había recibido el toque de ella, a la vez bebió el trago de vino y el amor.»

«Ten cuidado,» dijo una voz en su oído, «es la copa de Circe.» Se volvió. Polieno estaba detrás de él; pero cuando vio sus facciones inmóviles, casi no podía creer que el rumor había sido pronunciado por él.

«Lo sé», continuó la refinada señalando a la mesa, «solo hay bebida fría aquí para un ahogado. Mi sabio padre sabe dar comodidad a la mente, pero vayan a mi buena enfermera cuando deseen la comodidad del cuerpo. Ella es la mezcladora más hábil de elíxires, pociones y todos los medicamentos apetecibles que pueden alegremente encontrar en toda Grecia, toda Asia, o toda la tierra. Y ahora den paso,» retornando su atención a toda la compañía que le rodeaba y llevando a Teón por el brazo al extremo superior de la mesa. «He aquí el rey de la fiesta.»

«Es decir, si usted es la reina», dijo el joven en estado de embriaguez.

«Oh, sin duda,» poniéndose a su lado, «nunca niego la atención cada vez que puedo conseguirla.»

«Cada vez que puede llevársela, quiere decir,» dijo el maestro, riendo.

«¿Y no es en todas partes?» dijo Hermaco, bajando la cabeza ante la chica guapa.

«Sí, creo. Una cara bonita, mis amigos, puede presumir mucho; un carácter intencional puede llevarse todas las cosas. Tengo ambos a la perfección; ¿No?»

«Gloria a Venus y las Gracias,» dijo Leoncia; «Nuestra hermana ha traído un corazón tan alegre de la universidad de Pitágoras, como el que llevó a él.»

«Seguro; ¿Esperaba otra cosa? Ustedes los filósofos no saben nada de la naturaleza humana. Yo pude haber dicho antes de este último experimento que el humor está en el contraste y que un bromista encontrará más sujetos en un sínodo de sabios serios que un grupo de genios risueños. Usted debe saber,» mirando a Teón, «He visitado un hombre sabio, muy sabio, que ha seguido desde su juventud el capricho, y todos los hombres muy sabios tienen caprichos, de restaurar la escuela abandonada de Pitágoras a su grandeza prístina. En consecuencia, se ha recogido y criado algunas docenas de jóvenes sumisos a su plena satisfacción; ya que ninguno de ellos se atreve a discernir su mano derecha de su izquierda sin la autoridad de su amo, doblemente respaldado por la del gran fundador. No tienen, en definitiva, ningún dinero propio, ni tiempo propio, ni lengua propia, ni voluntad propia, ni pensamiento propio. No se puede concebir una comunidad más perfecta. Una más virtuosamente insípida, más científicamente absurda o más sabiamente ignorante.»

«Pare, chica atolondrada,» dijo el maestro, sonriendo, mientras trataba de fruncir el ceño.

«Tonta no soy, en absoluto. Estoy contando una historia muy factual.»

«Y somos todo oídos», dijo Hermarco, «así qie díganos la historia en su totalidad.»

«¿Todita? Pues, ya lo tienen. Una morada de bienaventurados; una casa con doce cuerpos y un cerebro que les sirve a todos.»

«Bueno», respondió Hermarco, «creo que usted tiene en su casa un centenar de cuerpos en la misma situación.»

«Seguro; y así le dije al sabio pitagoreano cuando miraba tan complacido sus once piezas mecánicas y le aseguré que si no fuera por mí, no habría un solo original en el jardín excepto el maestro. Le aseguro, padre, que di una descripción igual de factual de su hogar como la que ahora doy del viejo pitagoreano. Y una coincidencia más singular, me acuerdo que gritó tal como usted lo hizo hoy. Una vez más, era una casa perfecta: con los hombres, todo era paz, el método, la virtud, el aprendizaje y lo absurdo; con las mujeres, todo era silencio, el orden, la ignorancia, la modestia, y la estupidez.»

«Y pregunta, hermana,» dijo Metrodoro, «¿qué le hizo salir de una sociedad que produjo alimentos tan ricos para su sátira?»

«Porque, hermano, el alimento más rico empalaga más rápido. Pasé tres días en satisfacción perfecta; el cuarto me hubiera matado.»

«Y a sus amigos también», dijo el filósofo, sacudiendo la cabeza.

«¿Matarlos? Ellos ni sabían que tenían vida hasta que yo lo averigüé por ellos. No, no, dejé adoloridos los corazones detrás de mí. Incluso al maestro. ¡Ah, el maestro! Pobre hombre, ¿he de confesarlo? Antes de salir de la casa, él cogió uno de sus pupilos mirando en un espejo con una vela, se enteraron de que otro había movido el fuego con una espada, y ¡oh! más terrible que todo, de que un tercero había tragado un frijol.* Si me pudiera haber quedado tres días más, hubiera roto mi faja alrededor de los cuellos de toda la docena, la hubiera a traído en mi espalda y la hubiera puesto a los pies de Epicuro.»

«¿Y que dijo el maestro todo este tiempo?», dijo Leoncia.

«¿Que qué dijo? ¿Que dijo él? Bah. Nunca oí lo que dijo porque estaba leyendo lo que sentía.»

«¿Y que sentía él?», preguntó Hermarco.

«Justo lo que ha sentido usted, y usted también,» mirando a Polieno. «Sí, y también usted, filósofo muy sabio», y volviendo el rostro a Teón, «lo que usted tiene que sentir, si aún no lo ha sentido: que yo era muy ingeniosa, muy divertida y muy hermosa.»

«¿Y usted piensa,» dijo el garguetiano, «que cuando sentimos todo esto, no podemos estar enojados con usted?»

«No, ¿qué le parece? Pero no, no, yo les conozco a todos mejor que ustedes mismos. Y creo que no se puede, o si puede, es como el poeta que maldice a la musa que arde por propiciar. ¡Oh filosofía! ¡Filosofía! Usa máximas duras y muestra un rostro grave, sin embargo, sus máximas son más que palabras y su rostro solo una máscara. Una hábil actriz que, al quitarse las botas de actuar, la pintura, el yeso, y al tirar su prenda a un lado, no es en nada superior, ni más justa, ni más poderosa que sus adoradores embelesados más jóvenes, más pobres y más simples. ¡Ah, amigos! ¡Rían y tuerzan el ceño! Pero muéstrenme el hombre más sabio, más grave o más amargo del cual un par de ojos brillantes no pueda hacer el ridículo!»

«¡Ah, muchacha orgullosa,» dijo Hermarco «¡Tiemble! Recuerde que la Safo de ojos azules murió a última hora por Faón.»

«Bueno, si tal es mi destino, debo someterme. No niego que, porque he sido hasta ahora prudente, no me pueda volver tonta con los filósofos antes de morir.»

«El viejo pitagoreano debe pensar en la mía es una excelente escuela para la educación de los jóvenes «, dijo el maestro.

«A juzgar por mí como una muestra, quiere decir. Y créame, padre, yo soy la mejor. ¿No practico lo que predica? ¿Lo que su camino muestra, no lo poseo? Mire mi pie ligero, mire mis ojos risueños, lea mi corazón alegre y diga si el placer no es mío. Confiese, pues, que tomo un atajo más corto a la meta que sus eruditos sabios y hasta que su propio ser más sabio. Estudian, dan clases, discuten, exhortan. ¿Y para qué es todo esto? Como si no pudieran ser buenos sin mucho aprendizaje ni felices sin tanto hablar. Aquí estoy yo: creo que soy muy buena y estoy bastante segura de que me siento muy feliz; sin embargo, nunca he escrito un tratado en mi vida y apenas puedo escuchar uno sin un bostezo.»

«Teón», dijo Epicuro, sonriendo, «vea ahora la sacerdotisa de nuestras orgías de medianoche.»

«¡Ah! Jóvenes pobres, deben haber encontrado el jardín un lugar aburrido en mi ausencia. Pero tengan paciencia, será mejor en el futuro.»

«Más peligroso», dijo Polieno.

«Nunca le hagas caso», susurró Hedeia en el oído al corintio. «El no es un hombre serio del cual un par de ojos brillantes no pueda hacer el ridículo. Esto es muy raro,» continuó, mirando alrededor de la junta. «Aquí estoy, la extraña medio ahogada encargada de entretener a toda la sociedad erudita.»

«No, mi niña,» dijo el maestro, «si se hubiera ahogado completa, sus amigos no podrían asegurarle la felicidad de ser escuchada.»

«SI, creo que es cierto; y teniendo en cuenta que el mayor placer de la vida es ser escuchado, me pregunto cómo alguien estuvo disponible para sacarme del agua. El corintio seguro que no sabe a quien salvó; pero que el maestro moje su túnica en mi servicio es una circunstancia muy irresponsable. ¿Hay alguna razón para eso en la filosofía?»

«Creo que no la hay.»

«¿O en las matemáticas?» volviéndose a Polieno. «Ahora, sólo vea aquí una prueba de mi argumento. ¿Puede alguien parecerse más a la sabiduría, o menos a la felicidad? Esto viene de diagramas y de ética.** Mi joven de Corinto, dése por advertido.»

«Me gustaría poderla asignar a un diagrama,» dijo Leoncia.

«¡Las Gracias nos guarden! ¿Y para qué le gustaría hacerlo? ¿Cree que eso me haría más sabia? Deje que Polieno sea el juez, si no soy más sabia que él. Admiro a las diferentes recetas que dan diferentes médicos. La esposa del buen Pitágoras me recomendó una rueca.»

«Bueno,» dijo Hermarco, «eso podría ayudar también.»

«¿Y por qué no lo toma usted mismo?»

«Yo, como puede ver, estoy ocupado con la filosofía.»

«Y yo también, ocupada con reirme de ella. Ah, mi hermano sabio, cada uno piensa que ella es su propia perfección, que ella es el único conocimiento que posee y el único placer que persigue. Confía en mí: hay tantas formas de vivir como hombres, y un hombre no es más apto para dirigir a otro que un pájaro de guiar un pez, un pez a un cuadrúpedo.»

«Usted crearía un mundo extraño si fuera su reina», dijo Hermarco, riendo.

«Así de extraño y no mas de lo que en la actualidad. ¿Por qué? Debo tomarlo como lo encontré y dejarlo como lo encontré. Son ustedes los filósofos que lo frotaba y lo virotean y lo plagan y lo medican, y estresan sus almas para que todas sus partes heterogéneas, tontas, ingeniosas, bribonas, simplonas, lápidas, alegres, ligeras, pesadas, de cara larga y de cara corta, negras, blancas, marrones, rectas y torcidas, altas, bajas, delgadas y gordas encajen y pacientemente se reflejen entre sí como las bellotas de un roble o las esposas modestas e hijas indefensas de los buenos ciudadanos de Atenas; yo digo que son ustedes los que crearían un mundo extraño si fueran reyes de el. Quieren acortar y alargar, jalar y tallar las mentes de los hombres para adaptarse a sus sistemas como el tirano hizo con los cuerpos de los hombres muertos para adaptarse a su cama.»

«Admito que hay algo de verdad, mi niña, en su tontería», dijo el maestro.

«Y yo concedo que no hay un filósofo de Atenas que habría admitido tanto, salvo usted mismo. Va a encontrar, mi joven héroe,» volviéndose a Teón, que mi padre filosofa con más sentido, es decir, de un modo menos absurdo, que ningún hombre desde los siete sabios; ¡No! Incluso mas que los mismos siete sabios. Sólo le falta ser un hombre perfectamente sabio.»

«Para quemar», dijo el maestro, «sus libros de filosofía y cantar una melodía con su lira.»

«No, bastará dejarme cantar una canción yo misma.» Hedea saltó del sofá y la habitación, y regresó en un momento con el instrumento en la mano. «No tema», dijo ella, asintiendo con la cabeza al sabio mientras ligeramente barrió las cuerdas, «No voy a cortejar a mi amante sino a la suya.»

¡Venga, Diosa! ¡Venga! No en su poderío,
con el atuendo y la marcha austera,
la frente amenazante y severa,
como el Olimpo estricto en la hora del juicio;
Sino venga con mirada y corazón reconfortantes.
Venga con ojos sonrientes y seductores,
moviéndose suave con los pasos de Lidia,
ceñida de gracias, placeres y amores,
inseparable de la zona de Bazilea.
¡Venga, Virtud! ¡Ya llegue! En tono alegre
le bienvenimos a nuestro hogar,
pues bien sabemos que solo Usted
la felicidad más pura de la tierra nos puedes dar.

«No gracias, no gracias. Voy a tomar mi propia recompensa», corriendo detrás de Epicuro, que lanzó sus blancos brazos alrededor de su cuello y apoyó su mejilla en sus labios. Luego subiendo, «¡Que los buenos sueños les acompañen,» y ondeando su mano a todos y lanzando una sonrisa a Teón, se desvaneció en un instante. El joven no vio ni oyó nada más, sino que se sentó como en un sueño hasta que los asistentes partieron.

«Tenga cuidado,» susurró el maestro mientras lo seguía hasta el vestíbulo. «Cupido es un dios juguetón; puede perforar los corazones de los demás y mantener un escudo ante el suyo.»

Capítulo 13

* Aquí se alude a una de las supersticiones de los pitagoreanos, según los cuales es pecado comer frijoles.

** Polieno era reconocido por ser su interés en la geometría.

Varios días en Atenas – Capítulo 11

Discurso sobre la virtud y el vicio ajenos

El sol había bajado de su meridiano, pero no había brisa fresca que templara los fervores del calor. El aire estaba encadenado en silencio opresivo cuando de repente un viento bullicioso sacudió los árboles y un gruñido bajo resonó alrededor del horizonte. Los académicos se jubilaron antes de la tormenta amenazante, pero Teón, su oído todavía lleno de la voz musical del sabio y su corazón habiendo bebido sus preceptos suaves, se demoró para alimentarse a solas de los pensamientos que habían despertado en él. «¿Cómo de grande es la locura del hombre» dijo, con su espalda contra un árbol. «Profesando admirar la sabiduría y amar la virtud, sin embargo siempre persigue y calumnia a ambos. ¡Que vano es buscar crédito por enseñar la verdad, o buscar la fama por el camino de la virtud!»

«Su lamento es ocioso, mi hijo», dijo una voz muy conocida en su oído.

«¡Oh! Mi espíritu guardián,» exclamó el joven sorprendido, «¿Es usted?»

«Me quedo», dijo el garguetiano, «a ver acercarse la tormenta, y supongo que usted hace lo mismo.»

«No», respondió el joven; «Casi no prestaba atención a los cielos.»

«Se ven singulares, sin embargo, en este momento.» Teón miró hacia donde señalaba el sabio; una masa oscura de vapores se apilaba sobre la cabeza de Himeto, de la que dos columnas, disparando sucesivamente como las ramas de algún roble gigante, se esparcieron por el cielo. El sol opuesto, viajando rápido hasta el horizonte, se veía rojo a través de la atmósfera caliente y dirigió una mirada profunda a sus lados oscuros. Pronto la mitad del paisaje estaba ennegrecido con las nubes que se hundían, que a cada momento aumentando en volumen y densidad, parecían tocar el seno de la tierra. La mitad occidental resplandecía con una luz brillante, como el oro fundido. El esquema distante estaba marcado con un lápiz de fuego, mientras que los jardines y villas que salpicaban la llanura parecían iluminados en jubileo.

«Mire,» dijo el sabio, estirando su mano hacia la escena dorada; «Vea la imagen de que esa fama que no está fundada en la virtud. Así de brillante puede que brille por un momento, pero la nube del olvido o la infamia viene rápido a cubrir su gloria.»

«¿Es así?» dijo Teón. «¿No llenan las lenguas de los hombres los mas viles de la tierra, y no son lo nobles olvidados? ¿Acaso el asesino de título no inscribe su nombre en las tablas de la eternidad con la espada que sumerge en la sangre de sus semejantes? Y el hombre que ha pasado su juventud, adultez y vejez en los tribunales de la sabiduría, que ha sembrado la paz en su hogar y dado cuenta de la verdad a las nuevas generaciones, ¿no baja a la tumba en silencio, sus huesos sin honrar y su nombre olvidado?»

«Posiblemente su nombre, pero si ha plantado la paz en el hogar y dado cuenta de la verdad a los jóvenes, sin duda no se olvida su mejor parte: sus virtudes. No confunda el ruido con la fama. El hombre que se recuerda, no siempre es con honor; y reflexione sobre por lo que un hombre se afana, porque lo puede ganar. El asesino de título, que teje su destino con el de los imperios, irá con ellos a la posteridad. El sabio, que hace su trabajo en el silencio de la jubilación sin ser observado en su propia generación, pasará al silencio de la tumba, desconocido por el futuro.»

«Pero supongamos que se sepa. ¡Cuán pocos adoradores se desplazarían a su santuario, y cuantos millones al de los otros!»

«Y esos pocos, mi hijo, ¿quiénes son? Los sabios de la tierra, el patriota ilustrado, filósofo exigente. ¿Y quiénes son los millones? El ignorante, el perjudicado y los ociosos. Sin embargo, no pensemos tan mal sobre la razón de nuestra especie como para decir que siempre dan honor a los malvados en lugar de a los útiles, gratitud a sus opresores en lugar de sus benefactores. En algunos casos pueden ser ciegos, pero en general son justos. El esplendor de la acción, la audacia de la empresa o el brillo de la majestad se puede aprovechar de su imaginación y así ahogar su juicio; pero nunca la tiranía del poder, el desenfreno de la crueldad o la brutalidad del vicio, los cuales ellos adoran, como tampoco lo hace la inocencia y la utilidad de la virtud, que desprecian. La experiencia unida de la humanidad ha pronunciado la virtud como un gran bien: es más, tan universal es la convicción, que incluso aquellos que la insultan en su práctica, se inclinan ante ella en su comprensión. El hombre es en su mayor parte más necio que bribón, más débil que depravado en la acción, más ignorante que vicioso en el juicio; y rara vez es tan débil y tan ignorante como para no ver su propio interés ni valorar al que lo promueve. Pero si a menudo difama a los virtuosos y persigue a los sabios, lo hace más en error que por depravación. Es crédulo, y en el informe de malicia toma la virtud como si fuera hipocresía; Es supersticioso y algunas de las verdades de la sabiduría le parecen profanas. Digamos que paga homenaje al vicio: usted encontrará cuando él lo hace, que cree que es la virtud. La hipocresía ha enmascarado su deformidad, o el talento le ha cubierto de belleza. ¿Es esto, entonces, objeto de ira? Más bien, sin duda, de compasión. ¿Es esto cuestión para el disgusto? Más bien, sin duda, de esfuerzo. Cuanto más oscura es la ignorancia, más elogios para el sabio que la disipa; Cuan más profundo es el prejuicio, más honor a la valentía que lo afronta. ¿Pero puede el coraje en vano? ¿Puede el sabio caer víctima de la ignorancia que combate? Él puede; y lo hace a menudo. Pero antes de participar, ¿no conoce el riesgo? El riesgo es para sí mismo; el beneficio para la humanidad. Para un alma benevolente, las probabilidades hacen que valga la pena el intento, y aunque las probabilidades estén en su contra en la actualidad, se puede ganar en el futuro. El sabio, cuya visión se borra de la noche de los prejuicios, puede estirarla sobre la edad actual hasta el horizonte encendido del éxito y ver, tal vez, las generaciones futuras que lloran la injusticia de sus padres y adoran las verdades que ellos condenaban. ¿O es de otro modo? ¿Vive el sabio en la época de la vejez del mundo, y ve la corriente del tiempo que fluye a través de un suelo aún más sucio con el prejuicio y el mal? Digamos entonces: ¿Fueron los elogios de un mundo así un objeto apropiado de su ambición, o deberá estar celoso de la fama que la ignorancia cede a los indignos? Pero de cualquier manera, mi hijo, no es la voz de la fama que debemos buscar en la práctica de la virtud, sino la paz de la autosatisfacción. El objetivo del sabio es hacerse independiente de todo lo que él no puede comandar dentro de sí mismo. Sin embargo, cuando hablo de la independencia, no me refiero a la indiferencia; mientras nos hacemos auto-suficientes, no tenemos que olvidar la multitud que nos rodea. No somos sabios en el desprecio de los demás, sino en calma aprobación de nosotros mismos.»

«¿Aún así deja caer su cabeza, hijo mío?», dijo el filósofo gentil, poniendo una mano en el hombro de su joven amigo.

«Sus palabras se hunden profundamente en mi alma», respondió Teón; «Sin embargo, no han echado la melancolía que encontraron allí. No tengo un mundo dentro de mí tal como para ser independiente de lo que me rodea, ni puedo perdonar las ofensas de mis compañeros simplemente porque ellos las cometen por ignorancia. No, ¿no es su propia ignorancia a menudo un crimen, cuando la voz de la verdad está susurrando en su oído?»

«Y si no escuchan su susurro en la oreja, es porque el prejuicio está gritando en voz alta en la otra.»

«¡El prejuicio! Odio los prejuicios», dijo Teón.

«Y yo también,» dijo el maestro.

«Sí, pero me causa provocación.»

«Sospecho que eso no va a eliminar el mal.»

«Nada va a retirarlo. Es inherente a la naturaleza de los hombres.»

«Entonces, como somos hombres, puede ser inherente a la nuestra. Confía en mí, hijo mío, es mejor corregirnos nosotros mismos en lugar de encontrar fallas en nuestros vecinos.»

«¿Pero es que no se permite hacer las dos cosas? ¿Podemos dejar de ver los errores del mundo en que vivimos, y al verlos, podemos dejar de estar enojado con ellos?»

«Ciertamente no se puede evitar verlos, pero espero que posiblemente se pueda evitar el estar enojado con ellos. El que pierde la paciencia con la estupidez de otros, demuestra que tiene la locura en sí mismo. En cuyo caso ellos tienen tanto derecho a quejarse de el, como él de ellos. ¿Y no he estado tratando de demostrar que cuando uno es sabio será independiente de todo lo que no se puede comandar dentro de uno mismo? Dice que usted no es así ahora. Lo admito, pero cuando sea sabio, será así. Y hasta que usted sea sabio, no tiene seguramente ningún título para pelear con la ignorancia del otro.»

«Nunca puedo ser independiente de mis amigos», regresó Teón. «Debo siempre sentir la injusticia cometida contra ellos, aunque yo podría sentirla independientemente de que me afecte solo a mí mismo.»

«¿Por qué? ¿Que le permitiría hacer caso omiso a lo que le hagan?»

«Inocencia consciente. Orgullo, si se quiere. El desprecio de la locura y la ignorancia de mis jueces.»

«Bueno, ¿y usted está menos consciente de la inocencia de su amigo? Si es así, ¿dónde está su indignación? Y si no es así, ¿usted tiene menos orgullo para él que para usted mismo? ¿Respeta usted la locura y la ignorancia en los jueces de su amigo, pero desprecia las de los suyos?»

«Creo que no hay argumento,» dijo Teón. «Pero tiene que perdonarme si, cuando contemplo a Epicuro, me siento indignado por las calumnias que se atreven a respirar sobre su pureza.»

«¿Y cree que usted fue objeto de indignación cuando habló de él como un monstruo de vicio?»

«Sí, siento que lo fui.»

«Pero él sentía lo contrario», dijo el maestro, «¿y cual piensa que es probable que sea mas sabio por lo que siente?»

«¡Ah! Espero que Epicuro», dijo el joven, cogiendo la mano de su instructor. Esta conversación fue interrumpida aquí por el estallido de la tormenta. El fuego brilló por el horizonte, el trueno quebró en el cenit y las primeras grandes gotas cayeron de las nubes cargadas. «Estamos cerca del templo», dijo el sabio, «busquemos refugio bajo su pórtico. Podemos ver que la tormenta allí sin la piel mojada.» Ellos apenas habían salido cuando la lluvia caía a torrentes. Iliso, a quien el sol ardiente en los últimos tiempos había hecho desvanecier hasta ser un riachuelo débil, pronto se llenó y desbordó su lecho; ola tras ola, en la inflamación repentina, volvía con fuerza hacia abajo como si acabara de nacer a la vida desde el vientre de su montaña maternal. Pero la violencia de la tormenta pronto dejó de tener fuerza. Ya el trueno irrumpía con intervalos más largos y una luz tenue, como la apertura de la mañana, brillaba en los cielos occidentales. Por fin el sol removió la barrera de nubes. Se puso de pie en el borde de las olas y disparó sus rayos sobre Salamina ardiente y la tierra reluciente. El sabio se quedó con su joven amigo en silenciosa admiración, hasta que el ojo de este último se sintió atraído por un jinete que vino a todo galope por la llanura directamente hacia ellos. El objeto de su atención casi había llegado al río cuando percibió que la ecuestre era una mujer. Los pies veloces del corcel ahora tocaron la orilla opuesta. «Gran Jove, que no intente el paso», exclamó el joven mientras saltaba hacia el río. «Alto, alto», exclamó. Probó ella la rienda, pero fue demasiado tarde. El animal, acostumbrado al paso y cegado por la velocidad, se hundió en el diluvio. Teón rasgó su manto de los hombros y estaba a punto de tirarse de lado cuando fue captado por Epicuro.

«No sea impulsivo. El caballo es fuerte y el jinete hábil.» La voz que pronunció estas palabras estaba en calma y clara, pero su música habitual cambiaba al tono profundo de terror reprimido. En ese momento, el acento golpeó la oreja de Teón.

«¿Sabe usted de ella? ¿Es su amiga? ¿Es ella querida? Si es así,» hizo otro esfuerzo para lanzarse hacia adelante, pero aún era aguantado por Epicuro. Miró la cara del filósofo. No había movimiento en ella, salvo una temblorosa curva en la boca, mientras que los ojos se fijaron en dolorida mirada sobre el animal que luchaba, que tenía el pecho a la mitad del agua cuando, aparentemente asustado por la rapidez de la corriente, trató de girar. La piloto vio el peligro, frenó la rienda, y trató con voz y esfuerzo de instarlo a la batalla. Teón miró de nuevo al sabio. Vio que había aflojado su manto y estaba preparado para meterse en la inundación. «¡Yo te conjuro, por los dioses!», dijo el joven, «¿que es mi vida para la tuya?» Agarró al sabio en su turno. «¡Déjeme salvarla! Voy a salvarla, lo juro.» Ambos lucharon un momento para el salto. «Lo juro», continuó Teón con furiosa energía, «que si vas te seguiré.» Hizo otro esfuerzo y se lanzó desde las manos de Epicuro en el río. Naturalmente fuerte, lo era doblemente en este momento. No sentía miedo, ni veía peligro. En un momento estaba en el centro de la carrera: otro paso y se habría apoderado del moño del caballo. Pero el animal aterrorizado incluso en este momento dio paso a la corriente. La piloto aún luchaba por su asiento. Pero perdió su fuerza rápido y extendió su mano con un débil grito de desesperación. Teón se lanzó hacia delante aún más veloz que la marea; cargó con un choque contra el caballo y atrapó con un brazo a la chica que expiraba. Luego, a medias cediendo a la corriente, se separó con el otro de las aguas rugientes y con un esfuerzo casi sobrehumano, forcejeó con su furia. Jadeante, asfixiado, desconcertado, pero sin relajarse, llegó sin saber cómo a la tierra. Cuando se recuperó, se encontró tendido en un sofá en los brazos de Epicuro. «¿Dónde estoy,» dijo, «y dónde está la hermosa chica?»

«A salvo, a salvo como su generoso libertador. ¡Oh, hijo mío! Ahora de hecho es mi hijo, cuando le debo a usted mi Hedea.»

«¿Era su hija adoptiva, enconces?» gritó el joven, con un grito de alegría delirante, mientras se arrojó sobre el pecho del sabio. «Pero dígameme,» dijo, levantándose y mirando a su alrededor a Metrodoro quien, con otros dos estudiantes, se puso de pie al lado del sofá. «¿Cómo he llegado aquí?»

«Creo», dijo Metrodoro, «que el maestro nadó en su ayuda, al menos lo encontramos levantándolo a usted y a Hedea del agua.»

«Vi su fuerza, hijo mío, y reservé la mía hasta cuando fallara; cuando observé que fallaba, llegué a su asistencia. Ahora, a componerse un tiempo y yo iré a ponerme una túnica seca.»

 Capítulo 12

Varios días en Atenas – Capítulo 10

Discurso sobre el bien

Epicuro se puso en medio de los estudiantes que estaban en expectativa. «Mis hijos», dijo, «¿por qué entrar en los jardines? ¿Es para buscar la felicidad o buscar la virtud y el conocimiento? Vengan y yo les mostraré que en la búsqueda de una encontrarán los tres. Para ser felices, tenemos que ser virtuosos; y cuando somos virtuosos, somos sabios. Empecemos: en primer lugar, dejemos por un tiempo nuestras pasiones callarse en el sueño, olvidemos nuestros prejuicios y echemos nuestra vanidad y orgullo. Así pacientes y modestos, pasemos a los pies de la filosofía; digamosle, ‘Mírenos, estudiantes y niños, dotados por la naturaleza con facultades, afectos y pasiones. Enséñenos su uso y su guía. Muéstrenos cómo rendir cuentas por ellos, la mejor manera de hacer que conduzcan a nuestra facilidad y ministren a nuestro disfrute.’

‘Hijos de la Tierra’, dice la deidad, «Han hablado sabiamente; sienten que están dotados por la naturaleza con facultades, afectos y pasiones; y perciben que del ejercicio correcto y la dirección de estos depende su bienestar. Así es. Sus afectos, tanto del alma como del cuerpo, pueden ser reducidos a dos: el placer y el dolor; uno problemático y el otro agradable. Es natural y digno, por lo tanto, que ustedes eviten el dolor y que deseen y sigan el placer. Empiecen entonces su búsqueda; pero antes de empezar, asegúrese de que están en el camino correcto y que tienen su ojo en el objeto verdadero. El placer perfecto, que es la felicidad, lo habrán alcanzado cuando hayan llevado a sus cuerpos y almas un estado de tranquilidad satisfecha. Para llegar a esto, un gran esfuerzo previo es necesario; sin embargo este esfuerzo no es violento, solo constante y uniforme. Primero el cuerpo, con sus pasiones y apetitos, exige la gratificación y la indulgencia. Pero ¡cuidado! Pues aquí están las rocas ocultas que pueden naufragar su barca al pasar y cerrarles para siempre el refugio de reposo. Provéanse con un piloto experto que pueda dirigir a través del Escila y Caribdis a sus afectos carnales, y señalar el timón de modo constante a través de las aguas profundas de sus pasiones. ¡Mírenla! Es Prudencia, la madre de las virtudes y la esclava de la sabiduría. Pregunten y ella les dirá que la gratificación dará un nuevo borde al hambre de sus apetitos y que la tempestad de las pasiones se encenderá con la indulgencia. Pregunten y ella les dirá que el placer sensual es dolor cubierto con la máscara de la felicidad. He aquí que la despoja de su rostro y revela las características de la enfermedad, la inquietud y el remordimiento. Pregunten y ella les dirá que la felicidad no se encuentra en el tumulto sino en la tranquilidad, y no en la tranquilidad de la indolencia y la inacción, sino de una alegría sana de alma y cuerpo. Pregunten y ella les dirá que una vida feliz no es como un torrente rugiente ni un charco estancado, sino como una corriente plácida y cristalina que fluye suavemente y en silencio a lo largo. Y ahora Prudencia los llevará al tren encantador de las virtudes. Templanza, lanzando un freno a sus deseos, derribará gradualmente y aniquilará a aquellos cuya presente indulgencia sólo le traerá un mal futuro; y a otros deseos que son más necesarios y más inocentes, los hará descender a tal moderación que impedirá toda inquietud al alma y lesión al cuerpo. La fortitud les fortalecerá para soportar las enfermedades que aún la templanza puede no ser eficaz para prevenir; esas aflicciones que el destino podría arrojarles; esas persecuciones que la locura o la malicia del hombre puede inventar. Le será propio soportar todas las cosas, vencer el miedo y encontrarse con la muerte. La justicia les dará seguridad entre sus compañeros y satisfacción en sus propios pechos. La generosidad les hará darse a querer a los demás y endulzar su propia naturaleza. La mansedumbre les ayudará a tomar la picadura de la malicia de sus enemigos y hacer que se extraiga el doble de lo dulce de la bondad de los amigos. La gratitud aligerará la carga de la obligación o hará que sea aún agradable de soportar. La amistad pondrá la corona sobre su seguridad y su alegría. Con estos y aún más virtudes, estarán rodeados por la prudencia. Y de este modo asistidos, mantengan su curso en confianza y amarren sus barcas en el refugio de reposo.»

«Así dice la filosofía, mis hijos, ¿y no dice bien? Díganme, ustedes que han intentado los caminos resbaladizos de libertinaje, que han dado rienda a sus pasiones y buscado el placer en el regazo de la voluptuosidad; díganme, ¿la han encontrado allí? No, no la encontraron, o no estarían ahora preguntando por ella a Epicuro. Vamos, entonces, la filosofía ye ha mostrado el camino. Deshacerse de sus viejos hábitos, lavar la impureza de sus corazones, tomar las riendas de sus pasiones, gobernar sus mentes y ser feliz. Y ustedes, mis hijos, a quien todas las cosas son todavía nuevas; cuyas pasiones aún recientes nunca han dado lugar al dolor y el arrepentimiento; que todavía tienen que comenzar su carrera filosófica, ¡Vengan también! La filosofía les ha mostrado el camino. Mantengan sus corazones inocentes, mantengan las riendas de sus pasiones, gobiernen sus mentes y sean felices. Pero, mis hijos, me parece que les oigo decir: «Usted nos ha mostrado las virtudes no como modificadoras y correctoras del mal, sino como las dadoras de bien real y perfecto. La felicidad, nos dice, consiste en facilidad de cuerpo y mente; sin embargo la templanza no puede proteger lo primeros de la enfermedad, ni todas las virtudes unidas pueden evitar la aflicción en el último.’ Es cierto, mis hijos, que la filosofía no puede cambiar las leyes de la naturaleza pero nos enseña a acomodarnos a ella. Ella no puede anular el dolor, pero nos puede armar para soportarlo. Y a pesar de que los males del destino sean muchos, ¿no son mas los males que el hombre acuña? La naturaleza nos aflige con enfermedad, pero por esta vez es la imposición de la naturaleza, noventa y nueve veces los males son la consecuencia de nuestra propia locura. La naturaleza nos arrasa con la muerte, pero cuán leve es la muerte que nos da la naturaleza cuando tenemos la filosofía difundida en la almohada y la amistad para tomar el último suspiro. Las agonías del libertinaje son prolongadas, someten al cuerpo por pulgadas mientras que la filosofía no está allí para darle fuerza, ni la amistad consuelo, mientras las llamas de la fiebre son calentadas por la impaciencia y las picaduras del dolor envenenadas por el remordimiento. Y díganme, mis hijos, ¿Cuando el cuerpo del sabio se estira en el sofá del dolor, no tiene el la mente para que le administre placer? ¿No tiene su conciencia susurrando que su mal presente no es imputable a su propia locura pasada sino a las leyes de la naturaleza, que ningún esfuerzo o previsión suya pudo haber evitado? ¿No tiene la memoria para traer los placeres del pasado, los placeres de una vida bien vivida, de los que se puede alimentar incluso mientras el dolor atormenta sus miembros y la fiebre consume sus signos vitales? ¿Qué pasa si la agonía domina su cuerpo y paraliza sus facultades? ¿No está la muerte cerca para traer liberación? He aquí que la muerte, el gigante del terror, actúa como un amigo. ¿Pero interrumpe nuestros goces así como nuestros sufrimientos? ¿Y es por eso que le tememos? ¿No deberíamos más bien regocijarnos al ver que el día de la vida tiene su brillo y sus horas nubladas, que nos acostamos a dormir mientras el sol de la alegría todavía brilla, antes de que la tormenta del destino ha roto nuestra tranquilidad o la noche de la edad oscurecido nuestra perspectiva?

La muerte, entonces, no es nuestro enemigo. Cuando no es un amigo, no puede ser peor que indiferente. Porque mientras somos, la muerte no es; y cuando la muerte es, nosotros no somos. Para el sabio, entonces, la muerte no es nada. Examinen los males de la vida: ¿no son de nuestra propia creación, o no toman sus tonos más oscuros de nuestras pasiones o nuestra ignorancia? ¿Qué es la pobreza, si tenemos templanza y podemos estar satisfechos con un poco de pan y un poco de agua? ¿Si tenemos modestia y podemos usar una prenda de lana tan gustosamente como una túnica de Tiro? ¿Qué es la calumnia, si no tenemos vanidad que pueda ser herida y sin ira que se pueda encender? ¿Qué es la negligencia, si no tenemos ambición que se pueda decepcionar ni orgullo que se pueda mortificar? ¿Qué es la persecución, si tenemos nuestros propios pechos en la que retirarse, y un lugar de la tierra para sentarse y descansar en ella? ¿Qué es la muerte, cuando sin la superstición para vestirla con terrores, podemos cubrir nuestras cabezas e ir a dormir en sus brazos? Que lista de calamidades humanas están aquí expurgadas: la pobreza, la calumnia, la negligencia, la decepción, la persecución, la muerte. ¿Que aún queda? ¿La enfermedad? Eso, la templanza también, hemos demostrado a menudo puede rehuír y la filosofía siempre puede aliviar.

Pero aún hay un dolor que el más sabio y el mejor de los hombres no puede escapar; que todos nosotros, hijos míos, ha sentido o tiene que sentir. ¿Acaso sus corazones lo susurran? ¿No me digan que la muerte no es todavía una picadura? ¿Que antes de atacarnos a nosotros, pueda afectar a un ser amado de nuestra alma? Al padre, que con atención crió nuestras mentes infantiles; al hermano, a quien el mismo seno ha nutrido y el mismo techo protegido, con quien hemos crecido como dos plantas junto a un río, chupando la vida de la misma fuente y la fuerza del mismo sol; el niño cuyo alegre juego deleita nuestros oídos o cuyo entendimiento creciente corrige nuestras esperanzas; el amigo de nuestra elección, con quien hemos intercambiado corazones y compartido todos nuestros dolores y placeres, cuyos ojos han reflejado una lágrima de compasión, cuya mano alisó el sofá de la enfermedad. ¡Ah! Mis hijos, esto en verdad es un dolor, un dolor que corta en el alma. Hay maestros que le dirán lo contrario; que le dirán que es indigno de un hombre llorar incluso aquí. Pero tal, hijos míos, parece no ser la verdad de la experiencia o de la filosofía, sino la sutileza de la sofística y el orgullo. El que no siente la pérdida, nunca sintió la posesión. El que no conoce el dolor, nunca ha conocido la alegría. Vean el precio de un amigo en los deberes que le prestamos y los sacrificios que hacemos por él y que, al hacerlos, contamos no sacrificios sino placeres. Nos da dolor su dolor; suministramos sus necesidades, o si no podemos, las compartimos. Lo seguimos al exilio. Nos encerramos en su prisión; lo calmamos en la enfermedad; lo fortalecemos en la muerte: es más, si es posible, damos nuestra vida por la de él. ¡Oh! ¡Qué tesoro es  aquello por lo que hacemos tanto! ¿Y nos es prohibido llorar su pérdida? Si lo es, no tenemos el poder para obedecer.

¿Debemos, entonces, para evitar el mal, renunciar a lo bueno? ¿Vamos a apagar el amor de nuestros corazones para no sentir el dolor de su partida? No; la felicidad lo prohíbe. La experiencia lo prohíbe. Que aquel que ha puesto sobre la pira el ser más querido de su alma, que ha lavado la urna con las lágrimas más amargas de dolor, diga si su corazón jamás ha formado el deseo de nunca haber cargado dentro al que ahora lamenta. Que diga si los placeres de la dulce comunión de sus antiguos días aún viven en su recuerdo. Si no ama recordar la imagen de los difuntos, el tono de su voz, las palabras de su discurso, los hechos de su bondad, las virtudes amables de su vida. Si, mientras llora la pérdida de su amigo, sonríe al pensar que una vez lo poseía. El que no conoce la amistad, no conoce el más puro placer de la tierra. Sin embargo, si el destino nos privara de ella, aunque nos aflijamos, no hundamos, la filosofía está todavía a la mano y ella nos mantiene con fortaleza. Y piensen, mis hijos, que tal vez en el mismo mal que tememos hay un bien; quizás la misma incertidumbre de la tenencia le da valor ante nuestros ojos; tal vez todos nuestros placeres tienen su entusiasmo por la posibilidad conocida de su interrupción. ¿Cuáles serían las glorias del sol, si no conociéramos la oscuridad de las tinieblas? ¿La de las brisas refrescantes de mañana y tarde, si no sentimos los fervores de mediodía? ¿Habría que valorar la preciosa flor si floreciera eternamente; o la fruta deliciosa si siempre colgara en la rama? ¿No son las sonrisas de los cielos más hermosas en contraste con sus ceños fruncidos y las delicias de las temporadas más agradables por causa de sus vicisitudes? Seamos lentos para culpar a la naturaleza, porque tal vez en sus errores aparentes se esconde una sabiduría. No nos peleemos con el destino, porque tal vez en nuestros males se encuentran las semillas de nuestro bien. Si nuestro cuerpo nunca estuviera sujeto a la enfermedad, podríamos ser insensibles a la alegría de la salud. Si nuestra vida fuera eterna, nuestra tranquilidad podría hundirse en la inacción. Si nuestra amistad no se viera amenazada con la interrupción, su ternura sería incompleta. Este es, hijos míos, nuestro deber, porque este es nuestro interés y nuestra felicidad: buscar nuestros placeres de las manos de las virtudes y someterse al dolor que nos pueda venir con paciencia o soportarlo con fortaleza. Camina por la vida con inocencia y tranquilamente y mirar la muerte como terminación suave, la cual nos conviene encontrar con las mentes preparadas, sin lamentar el pasado ni tener ansiedad por el futuro.»

El sabio apenas había cesado, cuando un estudiante avanzó entre la multitud e, inclinando la cabeza con reverencia, se inclinó y tocó las rodillas de su maestro. «No rechace mi homenaje,» dijo, «ni llame su expresión presuntuosa.» Epicuro lo levantó en sus brazos. «Colotes, estoy más orgulloso del homenaje de tu mente joven, de lo que debería estarlo del de las multitudes reunidas en Olimpo. Que tu maestr, mi hijo, nunca pierda poder sobre este homenaje, ya que siento que él nunca abusar de ello.»

 Capítulo 11

 

Varios días en Atenas – Capítulo 9

«¡No!», dijo Metrodoro a Teón, «No me tome como la mejor muestra de los alumnos de Epicuro. No todos somos tan calientes de mente y de lengua.»

«¡Bueno!» respondió su compañero, «Soy demasiado joven en la filosofía para culpar su calidez. Si yo hubiera estado en su lugar, hubiera sido igual de temperamental.»

«Me alegro de oír eso. Me gusta usted mejor ahora por esos sentimientos. Pero el sol abrasa terriblemente, busquemos refugio.»

Se metieron en un matorral y procedieron un poco hasta atrapar en el aire quieto las notas de una flauta. Avanzaron y llegaron a un hermoso banco de verdor bordeado por el río, ensombrecido por un grupo de robles gruesos y de gran difusión. «Es Leoncia», dijo Metrodoro. «Nadie mas en Ática sopla la flauta tan dulcemente.» Volvieron uno de los troncos y la encontraron tendida en el césped, el hombro apoyado en un árbol y su figura elevada sobre un codo. A su lado estaba sentada la niña de ojos negros que Teón antes había visto, sus dedos cónicos trenzando una corona de flores perfumadas que fue arrojada a la ligera en su regazo por el alegre Sofrón, que estaba de pie a cierta distancia entre los arbustos.

«¡Suficiente! ¡Basta!» dijo la suave voz de la niña mientras el joven sacudía en duchas las hojas y los olores de las flores con néctar sobre-maduras. «¡Suficiente! ¡Suficiente! ¡Aquiete su mano, destructor descuidado!»

«Le doy las gracias por sus palabras, a pesar de que me regañan», dijo el muchacho, dejando ir la rama de la que se acababa de apoderar, con un salto. «Usted solo tiene una sensación en el alma, Boidión; y su naturaleza oculta el clima soleado que vio su nacimiento. La amistad es todo para usted y esa amistad no es más que de una.»

«En verdad, usted repaga sus cuidados solo con frialdad,» dijo Leoncia tomando la flauta de su boca y sonriendo con la doncella de cabello oscuro.

«Pero yo no le repago con frialdad», dijo Boidión, besando la mano de su amigo.

«Ya he sido castigado por perderme la conferencia de esta mañana», dijo Sofrón con impaciencia mientras arrebató su libro del piso y se alejó.

«¡No parta en ira, hermano!» exclamó Boidión. Pero el joven había desaparecido y, en su lugar, Metrodoro y Teón estaban ante ella.

La niña asustada estaba a punto de levantarse cuando Leoncia, poniendo la mano en su brazo, dijo «Descanse, gacelita tímida», y la joven volvió a su asiento.

«Me alegro», dijo Teón, mientras se colocaba con Metrodoro al lado de Leoncia y tomaba la flauta que se había caído de su mano; «Me alegro de encontrar este pequeño instrumento restaurado a Atenas.»

«Ni diga restaurado a Atenas,» devolvió Leoncia, «sino admitido en el jardín. Dudo que nuestros jóvenes aún recuerden la maldición de Alcibíades y que, mirándose en el espejo, juren que nadie más que los tontos lo tocan.»

«Esto me recuerda», dijo Teón, «que he escuchado entre los diversos informes relativos a los jardines en las bocas de los atenienses, unos muy contradictorios en cuanto al lugar que permite a las ciencias y las artes liberales, y a la música en particular.»

«Supongo,» dijo Metrodoro, «que ha oído que toda nuestra obra es comer, beber y hacer disturbios en libertinaje.»

«Es cierto, lo he oído, y me temo que debo confesar que creía la mitad de eso. Pero también he oído su libertinaje descrito de varias maneras: a veces como groseramente sensual, sin estar animado por ninguna de las elegancias del arte; veladao, adornado, si se me permite la expresión, de ningún refinamiento. En resumen, que Epicuro se reía tanto de las bellas artes como de las ciencias graves. De otros me enteré de que la música, el baile, la poesía y la pintura fueron presionados en el servicio de su filosofía; que Leoncia tocaba la lira, el arpa la tocaba Metrodoro, Hedeia se movía en la danza y Boidión elevaba su canción a Venus; que sus pasillos estaban cubiertos con imágenes voluptuosas, los paseos de su jardín llenos de estatuas indecentes.»

«Y ahora puede percibir la verdad,» respondió Metrodoro, «con sus propios ojos y oídos.»

«Pero,» dijo Leoncia, «el joven de Corinto podría tener curiosidad por conocer los sentimientos de nuestro maestro y su consejo con respecto a la búsqueda de las ciencias y las artes liberales. Lo puedo percibir fácilmente,» dirigiéndose a Teón, «el origen de los dos informes contradictorios que acaba de mencionar. El primero se oye de los seguidores de Arístipo que, aunque no reconocen el nombre, siguen los principios de su filosofía y han sido durante mucho tiempo muy numerosos en nuestra ciudad degenerada. Estos, debido a que

Epicuro recomienda solo una cultura moderada de los artes, lo cual para ellos significa a menudo un elegante incentivo al placer licencioso, lo acusan de descuidarlos por completo. Los cínicos y otras sectas áusteras, que condenan todo lo que sirva al lujo, la facilidad o la recreación del hombre, exageran el uso moderado que hace Epicuro de estas artes para hacerlo ver como un estímulo vicioso de la voluptuosidad y el afeminamiento. Va a percibir, por tanto, que entre los dos informes se encuentra la verdad. Toda recreación inocente está permitida en el jardín. No es la poesía, sino la poesía licenciosa, que Epicuro condena; no es la música, sino la música voluptuosa; no es pintar, sino las imágenes licenciosas; no es bailar, sino los gestos sueltos. Aún así a él desagrada por igual el derroche y la austeridad; para lo último él es demasiado moderado y para lo primero es demasiado grave. En cuanto a las ciencias, si es que se puede decir que se descuidan entre nosotros, yo no digo que nuestro maestro, aunque versado en ellos como en todas las otras ramas del conocimiento, las recomienda en gran medida a nuestro estudio, pero como evidencia de que no son extrañas a nosotros, ahí tenemos a Polieno. Él es uno de los hombres más amables de nuestra escuela y de los más altamente favorecidos por nuestro maestro, y usted debe haber oído mencionar en toda Grecia que es un profundo geómetra.»

«Sí,» respondió Teón, «pero también he oído que al entrar en el jardín, ha dejado de respetar su ciencia.»

«No tengo conocimiento de eso», dijo Leoncia, «aunque creo que ya no se dedica a ella todo el tiempo y con todas sus facultades. Epicuro le llamó de sus diagramas para abrir ante él los secretos de la física y las bellezas de la ética; para mostrarle las fuentes de la acción humana y conducirle al estudio de la mente humana. Él le enseñó que ningún un solo estudio, no importa cual útil y noble en sí mismo, es digno de todo el empleo de un intelecto curioso y poderoso; que el hombre que persigue una línea de conocimiento a exclusión de los demás, a pesar de que lo siga hasta el final, nunca sería un erudito o sabio; que el que persigue el conocimiento, no debe considerar ninguna rama indigna de atención; sobre todo, que no debe limitarse a aquellas relacionadas a la empresa que no añaden nada a los placeres de la vida; que no avanzan nuestra relación con nosotros mismos ni con nuestros semejantes; que no tienden a ampliar la esfera de los afectos para multiplicar nuestras ideas y sensaciones, ni ampliar el alcance de nuestras investigaciones. En esta base, el criticó la devoción de Polieno por una ciencia que conduce a otras verdades que las de la virtud, a otro estudio que el del hombre.»

«Estoy agradecido por la explicación,» dijo Teón; «no porque vaya a seguir dando crédito a los informes absurdos de los enemigos de su señor; sino porque lo que abre para mí el carácter y la opinión de un hombre así, me interesa y me mejora.»

«Va a encontrar esto», dijo Metrodoro, «cuanto más lo considere. La vida de Epicuro es una lección de sabiduría. Es por ejemplo, incluso más que por precepto, que el guía a sus discípulos. Sin emitir mandatos, él gobierna despóticamente. Sus deseos se adivinan y obedecen como leyes; sus opiniones se repiten como oráculos; sus doctrinas se adoptan como verdades demostradas. Todo es unanimidad en el jardín. Somos una familia de hermanos, de los cuales Epicuro es el padre. Y digo esto, no en alabanza de los eruditos, sino del maestro. Muchos de nosotros hemos tenido malas costumbres, muchos de nosotros malas tendencias, muchos de nosotros pasiones violentas. La razón por la que nuestros hábitos se corrigen, nuestras propensiones cambian, nuestras pasiones quedan restringidas, se encuentra toda con Epicuro. Lo que yo le debo, nadie más que yo mismo lo sé. Yo era el seguidor vertiginoso del placer licencioso, la víctima testaruda de mis pasiones, y me ha hecho saborear los dulces de la inocencia y me llevó a la calma de la filosofía. Es así, así haciéndonos felices, que nos pone a sus pies. Así es que él se gana y tiene el imperio de nuestra mente, así que se prueba a sí mismo como nuestro amigo, que asegura nuestro respeto, nuestra comunicación y nuestro amor. Él no puede evitar conocer su poder, sin embargo solo lo ejerce para reparar nuestras vidas o para mantenerlas inocentes. En el argumento, como habrás observado, él siempre busca convencer en lugar de influenciar. Él es tan libre de arrogancia como de duplicidad; él no forzaría una opinión sobre la mente ni ocultaría de ella una verdad. Pídale consejo y está siempre dispuesto: pida su juicio y se lo da claramente. Libre de prejuicios el mismo, es tierno con los prejuicios de los demás; pero ningún miedo a la censura o deseo de popularidad lo lleva a entretener un prejuicio, ya sea en sus clases o sus escritos. El candor, como ya se ha comentado, es la característica prominente de su mente; es la corona de su carácter perfecto. Digo esto, mi joven de Corinto, porque lo conozco. Su alma, en efecto, está abierto a todos; pero me he acercado muy cerca de su alma y considerado sus recovecos. Sí, me siento orgulloso de decir que soy uno de los que el ha recibido lo más de cerca posible en su intimidad. Con todas mis imperfecciones y errores, me ha adoptado como un hijo, y aunque soy inferior en años, sabiduría y virtud, se digna a llamarme su amigo.»

Las lágrimas ahora llenaron los ojos del pupilo; parecía a punto de resumir cuando un leve sonido hizo a todos girar sus cabezas y vieron al maestro a su lado. «No se eleven, mis hijos, voy a sentarme en medio de ustedes.» Teón percibió que había oído la frase final de Metrodoro, ya que el agua brillaba en sus ojos cuando se fijaron tiernamente sobre él. «Gracias, hijo mío, por este homenaje de tu gratitud; Yo he oído tu elogio y lo acepto con alegría. Que todos los hombres,» y volvió su atención a Teón, «estén por encima de la adulación; pero que un sabio no esté por encima de la alabanza. El que no la acepte, es arrogante o insincero. Por mi parte, confieso que los elogios de mis amigos me llena de triunfo y la garantía de su afecto me llena de satisfacción. La aprobación de nuestros familiares, que nos acompañan en nuestras horas secretas, escuchan nuestra conversación privada, conocen los hábitos de nuestra vida y la inclinación de nuestras disposiciones, es, o debería ser para nosotros, mucho más agradable y triunfante que los gritos de una multitud o la adoración del mundo.»

Hubo una pausa de algunos minutos cuando Leoncia tomó la palabra. «He estado explicando, aunque muy poco tiempo y de manera imperfecta, sus opiniones acerca de los estudios más adecuados que deben perseguir los hombres. Creo que el de corinto tiene alguna curiosidad sobre este punto.»

Teón asintió. «El conocimiento,» dijo el maestro, «es la mejor riqueza que el hombre puede poseer. Sin el es un bruto, con él es un dios. Pero a igual que la felicidad, a menudo se le persigue sin encontrarlo; o en el mejor caso, se obtiene solo una visión imperfecta. No es que el camino hacia el sea oscuro o difícil, sino que toma un mal camino hacia el; o si entra al camino correcto, lo hace sin preparación para el viaje.  Ahora cree que el conocimiento es lo mismo que la erudición y se encierra en el armario a buscar todo el saber de la antigüedad; sondea las ciencias, amontona en su memoria todas las palabras de los muertos y, calculando el valor de sus adquisiciones por la medida del tiempo y el trabajo que ha gastado en ellas, está convencido de que ha llegado a su fin … y desde su jubilación, mirando hacia abajo a su más ignorante porque menos aprendido, hermanos, él los llama niños y bárbaros. Pero, ¡ay! El aprendizaje no es sabiduría, ni los libros dan entendimiento. Una vez más, el toma un camino más atractivo: se lanza a la multitud, desciende por las corrientes del placer; corteja el aliento de la popularidad: se desenreda o teje los enigmas de la intriga; le sigue la corriente a las pasiones de sus compañeros y se eleva sobre ellos en nombre y poder. Luego, riéndose de la credulidad, la ignorancia y el vicio sobre los cuales ha puesto su trono, dice que el conocimiento del mundo es el único conocimiento y que poder engañar el mundo es ser sabio. Sin embargo, el conocimiento del mundo no es el conocimiento del hombre, ni triunfar sobre las pasiones de los demás equivale a triunfar sobre las nuestras. No, hijos míos, sólo es real el conocimiento de calidad que nos hacer mejores y más felices y que nos es apropiado para ayudar la virtud y la felicidad de los demás. Todo aprendizaje es útil, todas las ciencias son curiosas, todas las artes son hermosas; pero más útil, más curioso y más hermoso es el perfecto conocimiento y gobierno perfecto de nosotros mismos. Aunque un hombre debería leer los cielos, desentrañar sus leyes y sus revoluciones; aunque debe sumergirse en los misterios de la materia y exponer los fenómenos de la tierra y el aire; a pesar de que debería estar al corriente de todos los escritos y los dichos y las acciones de los muertos; a pesar de que debe sostener el lápiz de Parrasio, el cincel de Polícletes o la lira de Píndaro; a pesar de que debe hacer una o todas estas cosas, sin embargo, si no conoce las fuentes secretas de su propia mente, la base de sus opiniones, los motivos de sus acciones; si no mantiene las riendas sobre sus pasiones; si no ha despejado la niebla de todos los prejuicios lejos de su comprensión; si no se ha desprendido de la intolerancia de sus juicios; si no sabe que no debe sopesar sus propias acciones y las acciones de los demás en la balanza de la justicia, que el hombre no tiene conocimiento; que a pesar de que sea un hombre de ciencia, un hombre de aprendizaje, o un artista, no es un sabio. Él todavía tiene que sentarse, paciente, a los pies de la filosofía. Con todo su aprendizaje, aún tiene que aprender y, tal vez una tarea más difícil: tiene que desaprender.»

El maestro aquí hizo una pausa, pero los oídos de Teón todavía colgaban de sus labios. «No cese», exclamó; «Yo podría escucharle por toda una eternidad.»

«No puedo prometer declamar tanto tiempo», respondió el sabio sonriente. «Pero si usted lo desea, vamos a seguir el tema unidos a nuestros amigos.»

Se levantaron y tornaron sus pasos hacia el paseo público.

 Capítulo 10