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Varios días en Atenas – Capítulo 8

AUSTERIDAD ESTOICA VERSUS FACILIDAD EPICÚREA

El sol estaba en su fervor cuando Teón salió de uno de los baños públicos. No estaba dispuesto para el descanso, sin embargo el calor en las calles era insufrible. «Buscaré los jardines», pensó, «y perderé el tiempo en sus tonos fríos hasta que el maestro se una a mí.» Al llegar a la casa del garguetiano, y ya que la entrada de los jardines es más corta que la puerta del público, entró y buscó el pasaje que antes había atravesado. Sin embargo, tomó una senda equivocada y después de vagar durante algún tiempo, abrió una puerta y encontró una biblioteca. Epicuro estaba sentado en estudio profundo con sus tabletas ante él; su pluma en una mano y la frente apoyada en la otra. Metrodoro, en el lado opuesto de la habitación, se dedicaba a transcribir.

Teón se detuvo y, con una breve disculpa, apresuradamente se retiró. «¡Quédese!», exclamó el maestro. Teón de nuevo entró, pero no avanzó mucho en el umbral.

«Cuando le dije que se quedara, no tenía la intención de que fuera portero. Entre y cierre la puerta.» Teón obedeció con alegría y se apresuró a aprovechar la mano extendida del sabio. «Puesto que usted ha inmiscuido en el santuario, no lo voy a expulsar.» Hizo una seña al joven a que tomara un lugar en su sofá. «Y ahora, ¿qué cosas lindas debo decirle por la defensa ayer del impío garguetiano? Debería haber venido conmigo a casa anoche, cuando los dos estábamos calientes por causa del combate, y entonces pude haberle dado el cumplido elocuente en plena asamblea en el Simposio, y usted lo hubiera igual de elocuentemente denegado con uno de sus rubores modestos.»

«Entonces, en verdad, si el maestro tenía tal intención, estoy muy contento de no haberlo seguido. Pero pasé la noche en mis propios alojamientos con mi amigo Cleantes.»

«… tratando de convencerlo a que tenga buen humor y caridad, ¿verdad?»

«Algo así.»

«¿Y tuvo éxito?»

«En verdad, no lo sé; él no me dejó en peor humor que el suyo.»

«No, entonces eso es mejor. La explicación siempre o acerca o amplía las diferencias entre amigos.»

«Sí, pero también entramos en discusión.»

«Terreno peligroso, seguro. Y su batalla, por supuesto, terminó en una guerra declarada.»

«Usted me paga más que un elogio merecido al concluir tal cosa, por supuesto.»

«¡No, perdón! Le pago todo, menos un cumplido. No es que llego a la conclusión de que son iguales en retórica y lógica, sino en obstinación y vanidad.»

«¿Sabe? No creo que yo sea obstinado o vano» dijo Teón, sonriendo.

«Si hubiera supuesto que lo creyera, no hubiera visto la ocasión para darle la información.»

«¿Pero porqué me cree usted obstinado y vano?»

«Sus años; sus años. ¿Y le parece que haiga un hombre menor de veinte años que no sea las dos cosas?»

«Bueno, yo diría que un viejo es al menos más obstinado que un joven.»

«Concedo que sí, solo cuando él es obstinado, que es bastante a menudo, pero no del todo siempre; y cuando él es vano. Pero mientras que muchos ancianos tienen vanidad y obstinación en el grado superlativo, todos los hombres jóvenes tienen esas cualidades. Creo que su caso es medianamente moderado, pero no supongo que usted lo crea en absoluto. Bueno, y ahora dígame, ¿fue una guerra declarada?»

«Confieso que si. Al menos, ninguno de los dos convenció al otro.»

«Mi hijo, habría añadido una más a las siete maravillas si uno de ustedes se hubiera dejado convencer. Me inclino a dudar si dos hombres, en el curso de una olimpiada, entran en un argumento por el deseo honesto y sencillo de llegar a la verdad, o si en el curso de un siglo tan solo un hombre ha salido de un argumento convencido por su oponente.»

«Bueno, entonces, si usted no me da crédito por no estar convencido, es posible que al menos me de crédito por no ser silenciado, siendo yo un argumentador tan joven y Cleantes uno tan practicado.»

«Usted rompió el hielo de antemano ayer en el pórtico», dijo el filósofo, tocando su hombro. «Después de ese generoso ejemplo de confianza, no voy a maravillarme si ahora encuentra su lengua en todas las ocasiones apropiadas. Y confíe en mí, la ruptura del hielo es una cuestión muy importante. Muchos oradores solo han dado un paso después de haber tenido coraje para dar el primer salto. Cleantes mismo encontró que es así. ¿Conoce su historia? Apareció por primera vez en Atenas como un luchador, un extraño a la filosofía y al aprendizaje de todo tipo. En nuestras calles, sin embargo, los rumores de la filosofía no podían dejar de llegar a él. Corrió a toda velocidad a la escuela de Crates. Su curiosidad, unida a su completa ignorancia, le dio tan singular acto de presencia y produjo tantas preguntas simples y respuestas torpes, que recibió de sus condiscípulos el sobrenombre de el asno. Pero el asno perseveró y poco después de entrar en el pórtico, se aplicó con tanta diligencia intensa a desentrañar los misterios de la filosofía de Zenón, que rápidamente consiguió el aprecio de su maestro y el respeto de sus compañeros. Pero su timidez era por algún tiempo extrema y probablemente solo una fuerte emoción repentina le iba a permitir romper el hielo. Esto, sin embargo, se produjo por accidente y ahora es el orador listo y poderoso que usted conoce.»

«He oído a menudo,» dijo Teón, «y realmente no sin cierto escepticismo, el cambio que pocos años han cometido en Cleantes: ¡un luchador musculoso! ¿Quien iba a creerlo? ¡Y un sordo, ignorante bárbaro!»

«El mundo siempre añade maravilla a lo maravilloso. Un luchador musculoso el nunca lo fue, aunque sin duda si fue algo más grueso y más cuadrado en persona de lo que es ahora; y aunque ignorante, él no era aburrido. Aplicación intensa y, algunos dicen, el ayuno de la pobreza, así como la templanza, redujo rápidamente su cuerpo y espiritualizó su mente.»

«El ayuno de la pobreza», gritó Teón, «¿Crees esto?»

«Me temo que es posible», respondió el maestro. «Por lo menos se afirma que poseía solo cuatro dracmas cuando dejó la escuela de lucha libre por la de filosofía; y no parece que ahora siga otro comercio que el de un erudito; uno que sin duda trae muy poco alimento para el cuerpo, lo que puede hacer para la mente.»

«Pero su maestro; ¿cree que Zenón quiere que le falten las cosas necesarias para la vida?»

«Las cosas necesarias reales, de alguna manera u otra, sin duda las tiene; pero yo creo que hará muy pocos servirle y adquirir esas pocas cosas con cierta dificultad en lugar de estar endeudados con su amo.»

«O con su amigo,» dijo Teón.

«No, recuerde, usted no es amigo de mucho tiempo y es algo menor que él en años.»

«¿Pero ello le impide darme su confianza en una ocasión como esta?»

«Tal vez no, pero conceda algo al orgullo estoico.»

«Yo puedo permitir nada de eso aquí.»

«No, porque concierne el suyo propio. ‘Así piso yo el orgullo de Platón’, dijo Diógenes, poniendo su pie en el manto del académica. ‘Sí, con el mayor orgullo de Diógenes,’ contestó Platón. Pero ya le he dado pesadez, que no era mi intención. ¿Metrodoro, cómo le va?»

«Escribiendo la última palabra … Ahí … Y ahora», levantándose y avanzando hacia Teón, «déjeme abrazar al joven que tan noblemente asumió la reivindicación de mi maestro insultado. Tal vez no sabe cómo de peculiarmente endeudado estoy yo con usted. Timócrates es el hermano de Metrodoro.»

«¿Cómo?»

«Me sonrojo de admitirlo.»

«Usted no tiene que sonrojarse, mi hijo amado: ha hecho más que el deber de un hermano hacia él y más que el deber de un discípulo hacia mí. Supongo,» volviéndose a Teón, «que como usted es estoico, no ha leído los tratados hábiles de Metrodoro en apoyo de mis doctrinas y su defensa de mi personaje. En la última, de hecho, ha hecho más de lo que yo deseaba.»

«Reconozco que no lo he hecho, pero lo voy a leer.»

«¡Qué! ¿En la cara de Zenón?»

«Si, y de todo el pórtico.»

«Nosotros no necesitamos dudar del coraje del joven de Corinto», dijo Metrodoro, «después de su noble confianza de ayer.»

«Veo que el maestro no ha estado en silencio,» devolvió Teón, «y que él me ha dado más elogio del que merezco.»

«Metrodoro le puede decir que no es mi costumbre», dijo el garguetiano. «¡Por Pólux! Si continúa sus visitas al jardín, debe esperar que lo traten muy duro. Mi objetivo es golpear cada fallo que veo; y tengo ojos muy agudos. Me entero de los pecados más secretos, revuelvo las almas de mis estudiantes de adentro hacia afuera; así que ¡tenga cuidado a tiempo!»

«Yo no le tengo miedo», le devolvió el corintio.

«¿No me tiene miedo, bribón?»

«No, le amo demasiado bien; pero,» continuó Teón, «déjeme ahora dar mis agradecimientos al señor por adelantarse ayer así a la hora ideal y por darme la victoria. ¡Cómo usted me sorprendió! Casi le tomé por segunda vez por una divinidad.»

«Le diré lo que pasó,» devolvió Epicuro: «Por casualidad fui llamado a la calle ayer justo después de que se fue de la casa y vi su reunión con Cleantes; y adivinando desde su primer discurso que tendría que soportar un asedio, le seguí al pórtico y tomé mi lugar, desapercibido, entre la multitud, listo, si la ocasión lo exigía, para ofrecer mi auxilio.»

«¿Y usted oyó entonces todo lo que pasó?»

«Si.»

«Le pido perdón por la digresión,» dijo Teón, «pero creo que usted posee mas tolerancia y más candor que cualquier hombre que haya oído hablar.»

«Si es así, estas cualidades útiles no se han logrado sin mucho estudio y disciplina; ya que Zenón se equivoca al pensar que todas mis virtudes son hijas del temperamento. Yo percibí muy temprano que la franqueza debe ser la calidad más indispensable en la composición de un filósofo y por lo tanto muy temprano puse todos mis esfuerzos a la consecución de la misma. Y una vez que estaba ocupado en eso, no me parece que fue largo o difícil. Tuve naturalmente genio apacible y un corazón sensible, y estos dones fueron de uso inconcebible para mí. Al sentirme amable hacia mis semejantes, yo pude aprender más fácilmente tener piedad en lugar de odiar sus fallos; sonreír en vez de fruncir el ceño ante sus locuras. Esto fue ganar un gran paso, pero el siguiente era más difícil: ser lento a la pronunciación de lo que es un error y lo que es una locura. Nuestra superstición quiere perseguir con las furias al hombre que toma a su hermana como mujer, mientras que las costumbres de Egipto los elogian. Cómo se han reído del astrónomo que hizo la tierra girar alrededor del sol estacionario; y sin embargo, ¿quién puede decir, sino la era venidera, si esto se establecerá como una verdad? Los prejuicios, una vez vistos como prejuicios, son fácilmente abandonados. La dificultad está en llegar al conocimiento de los mismos. Había leído por mi cuenta un millar de conferencias antes de poder decir con calma, en todas las ocasiones, que no se puede concluir que una cosa es porque yo creo que es; y hasta que pude decir esto, no presumí de ser un filósofo. Cuando me había enseñado a mí mismo la franqueza, me di cuenta de que estaba poseído de la paciencia; porque, en realidad, es casi imposible poseer una sin la otra.»

«No puedo entender», dijo Teón, «cómo con su dulzura, su franqueza y su buen humor, tiene tantos enemigos.»

«¿No soy yo el fundador de una nueva secta?»

«Sí, pero también lo han sido muchos otros.»

«¿Y cree que tengo más enemigos que cualquiera? Si es así, tal vez en esas cualidades pacíficas que ha enumerado, usted puede buscar la causa. Recuerde que los cínicos y estoicos, (y creo que la mayoría de mis enemigos son ya sea de ellos o creados por ellos) ¿Cree que alguna de esas tres virtudes no presumidas aseguraría su aprobación? No les gusta ver a un hombre tomar el lugar de un filósofo sin aires de serlo, y como usted puede percibir, esto es lo que mas quiero. Entonces usted debe recordar también mi popularidad; por supuesto, mi dulzura, candor y buen humor, junto con otras virtudes agradables que no nombraremos, me ayuda a conseguir un millar de amigos; y el que tiene muchos amigos, debe tener muchos enemigos, porque usted sabe que uno así debe ser la marca de la envidia, los celos y el bazo.»

«No puedo soportar pensar que así sea,» dijo Teón.

«Mucho menos yo,» dijo Metrodoro.

«Mis hijos, nunca sientan lástima por el hombre que puede contar más que un amigo por cada enemigo, y yo sí creo que puedo hacerlo. Sí, mi joven estoico, Zenón puede tener menos enemigos y como muchos discípulos, pero dudo que tenga tantos hijos devotos como Epicuro.»

«Yo sé que no los tiene» gritó Metrodoro, curvando el labio con desprecio orgulloso.

«Usted no necesita verse tan feroz con su conocimiento,» dijo el maestro sonriendo.

«Usted es demasiado suave, demasiado sincero,» regresó el sabio, «es su único defecto.»

«Entonces yo soy una persona intachable y sólo deseo poder devolver el cumplido a Metrodoro pero riza demasiado el labio y sus mejillas son demasiado propensas a encenderse.»

«Lo sé, lo sé», dijo el académico. «¿Entonces por qué no arreglarlos?»

«Porque no estoy muy seguro de que estén mejor arreglados. Si usted tuviera más fuerza con sus enemigos, o me dejara hacer lo que sea para que ellos le respeten más, le temerían más.»

«Pero como yo no soy un dios, ni un rey, ni un soldado, no tengo nada que temer; y como soy un filósofo, no tengo ningún deseo de eso. Entonces, en cuanto a respeto, ¿realmente piensa que es más digno de él que su maestro?»

«No,» dijo Metrodoro sonrojándose, «eso es una fricción muy grave.»

«Supongamos que sea mas digno. No, no, mi hijo, vamos a convencer a todos los que podemos, vamos a silenciar a los menos posibles y a ninguno lo vamos a aterrorizar.»

«Recuerde la salida de Timócrates,» dijo Teón, «¿no fue eso hecho en terror?»

«Sí: pero fue la obra de su conciencia, no de mis ojos; si la primera hubiera permanecido en silencio, me imagino que el habría resistido la última muy bien.»

«No nombren al miserable», gritó Metrodoro indignado. «Oh, mi joven de Corinto, si hubiera sabido usted toda la paciencia y la indulgencia que su maestro mostró hacia él, todos los dolores que él tomó con él, la delicadeza con la que lo amonestó, la seriedad con que le advirtió, las mil veces que lo perdonó; y entonces, por fin, cuando se atrevió a insultar a la hija adoptiva de su maestro, la encantadora Hedeia, y los discípulos indignados le echaron de los jardines, el se dirigió a nuestros enemigos, los enemigos de su maestro, y se alimentó de su malicia con mentiras infernales. ¡Las maldiciones de las furias sobre el desgraciado!»

«¿Pero cómo se atreve?», dijo Epicuro, empujando su erudito indignado lejos de él. «Su ira es indigna de un hombre, mucho mas de un hermano. ¡Vaya y repóngase, hijo mío!» Suavizando su voz, al ver una lágrima en el ojo de Metrodoro. «El corintio le acompañará a los jardines; Me uniré a ustedes cuando haya llegado a la conclusión de este tratado.»

Metrodoro tomó el brazo de Teón y salió del apartamento.

Capítulo 9

Varios días en Atenas – Capítulo 7

Discurso entre los maestros

El sabio avanzó hacia Teón: le puso una mano en uno de sus hombros y besó su frente brillante. «Gracias a mi generoso defensor. Su cuento ingenuo, mi hijo, si no ha ganado el oído de Zenón, ha llenado el corazón de Epicuro. ¡Oh, mantenga siempre este candor y esta inocencia!» Volvió el rostro benigno alrededor del círculo: «¡Atenienses! Soy Epicuro.»

Este nombre, tan despreciado y execrado, ¿no creó tumulto en la asamblea? No; toda lengua estaba encadenada, toda respiración suspendida, todos los ojos excitados con asombro y admiración. Teón había dicho la verdad: era el aspecto de un sabio y una divinidad. La cara era un espejo sereno de una mente serena: su expresión hablaba como música para el alma. Zenón no era más tranquilo y sereno; pero aquí no había gravedad, ni autoridad, ni reserva, ni majestad inaccesible, ni superioridad repelente: todo era benevolencia, suavidad, apertura y estímulo relajante. Verlo era quererlo y escucharlo era confiar en el. Timócrates quedó disminuído ante los ojos de su maestro, que cayeron sobre él con una mirada fija y profunda que golpeó con más agonía su alma culpable que lo que hubiera hecho la mirada de un Cleantes o la mirada de un Zenón. El desgraciado quedó hundido bajo esta mirada, tembló, se puso en cuclillas y parecía como fi fuera a suplicar misericordia; pero su lengua estaba pegada a su paladar y la vergüenza le impedía caer de rodillas. «¡Vayan! ¡Yo les disculpo! Cedan el paso, atenienses.» Los estudiantes abrieron el paso. De nuevo el sabio hizo un gesto con la mano y el criminal se escabulló.

«Su perdón, Zenón», dijo el garguetiano; «Conozco al joven; no es digno de estar en el pórtico.»

«Le doy las gracias,» respondió el maestro, «y mis discípulos le dan las gracias. Los dioses prohíben que abriguemos vicio o que desconfiemos en la virtud. Ya veo, y me retracto de mi error: de ahora en adelante, si no puedo respetar al maestro, voy a respetar al hombre.»

«Yo respeto a ambos», dijo Epicuro, reclinada la cabeza a la del estoico. «He conocido por mucho tiempo y admirado a Zenón. Muchas veces me he mezclado con la multitud en su pórtico y sentido la fuerza de su elocuencia. No espero algo similar de él ni quiero seducir a sus alumnos a mis jardines. Sé de la gravedad de su maestro y de la austeridad, quizá intolerancia, de sus reglas. Pero para uno,» y puso su mano sobre la cabeza de Teón, «para este alumno, solicito clemencia. Que no se le impute como un crimen lo que ha sido el trabajo de un accidente y de Epicuro: y quiero decir también por él, así como por mí mismo, que en los jardines no ha perdido virtudes, pero sí algunos prejuicios.»

«Hijo de Neocles», dijo Zenón, «tuve miedo de usted ayer, pero me temo que le temo el doble hoy. Sus doctrinas son de por sí atractivas, pero viniendo de esos labios me temo que son irresistibles. Me parece que echo el ojo de un profeta en el mapa del futuro y veo el sabio de Garguetia de pie sobre el pináculo de la fama y con un mundo a sus pies. El mundo se prepara para esto: el macedonio, cuando marchó nuestras legiones a la conquista de Persia, dió el golpe de muerte a Grecia. El lujo y afeminamiento persa que antes se arrastraba, ahora viene a pasos sobre nosotros. Nuestros jóvenes, mecidos en el regazo de la indulgencia, volverán la cabeza con oídos enfermos de la severa moral de Zenón y con avidez chuparán la miel de la filosofía de Epicuro. Me dirá que usted también enseña la virtud. Puede que sea así. Yo no lo veo; pero puede ser así. No concibo cómo puede haber dos virtudes, ni tampoco cómo dos caminos a la misma. Esto, sin embargo, no voy a discutir. Yo concedo que en su sistema, tal como se explica por su práctica, puede haber algo de admirar y mucho amor; pero cuando su práctica haya muerto y solo quede su sistema, ¿donde estará entonces la seguridad de su inocencia; donde el antídoto para su veneno? No piense que los hombres van a tomar lo bueno y no lo malo; pronto tomarán el mal y dejará lo bueno. Harán más; pervertirán la naturaleza misma del bien y harán del todo mal sin mezcla. Pronto, en el refugio de sus aposentos, todo lo que es vicioso va a encontrar refugio. El afeminamiento se va a hurtar un lugar bajo el nombre de facilidad; la sensualidad y el libertinaje en el lugar de la inocencia y el refinamiento; los placeres del cuerpo en vez de los de la mente. Cualesquiera que sean sus virtudes, no son más que las virtudes de temperamento, no de disciplina; y aquellos de sus seguidores que son como usted en temperamento, pueden serlo también en práctica, pero deje que tengan pasiones que hierven y apetitos urgentes, y sus doctrinas no establecerán ninguna valla contra el torrente ni harán sonar ninguna alarma al infractor. No nos diga que es correcto lo que admite estar hecho del mal; que es virtud lo que deja una puerta abierta al vicio. Le dije que con los ojos de un profeta vi su fama futura, pero tal fama que yo preveía no puede satisfacer la ambición de un sabio. Sus jardines se llenarán de muchedumbres, pero estarán confundidas; su nombre estará en todas las bocas, pero toda boca que lo hable será indigna; naciones le tendrán en honor, pero antes de que sea así, estarán en la ruina: nuestro país degenerado le adorará y expirará a sus pies. Zenón, mientras tanto, puede que sea despreciado, pero nunca será calumniado; el pórtico puede ser abandonado, pero nunca será deshonrado; sus doctrinas pueden ser descartadas, pero nunca serán malinterpretadas. No me engaña mi popularidad actual. Ninguna escuela ahora de tal renombre como la mía; pero yo sé que esto no va a durar. El hierro y las edades de oro se van; la juventud y la edad adulta se van y la debilidad de la vejez le roba al mundo. Pero, ¡oh, hijo de Neocles!, en esta sombría perspectiva, tengo un consuelo orgulloso: He levantado el último baluarte de la virtud cansada del hombre y de la gloria saliente de las naciones. He hecho más: cuando la virtud y la gloria de las naciones estén muertas y cuando en sus generaciones depravadas algunas almas solitarias, nacidas para cosas mejores, vean y lloren los vicios que les rodean, aquí, en el pórtico abandonado, se que van a encontrar un refugio; aquí, cerrando sus ojos al mundo, van a aprender a ser un mundo para sí mismos; aquí, armados de valor en la fortaleza, se que van a mirar hacia abajo desde la alteza de su majestad serena a los esclavos y de los tiranos de la tierra. ¡Epicuro! Cuando usted pueda decir esto de los jardines, entonces y sólo entonces, se podrá denominar un sabio y un hombre de virtud.» Cesó; pero sus tonos completos parecían aún sonar en los oídos de sus oyentes. Hubo una larga pausa cuando el garguetiano, en notas como de flautas de Arcadia, comenzó su respuesta:

«Zenón, en su actual discurso, ha basado gran parte de la verdad de su sistema en su conveniencia; Yo, por lo tanto, voy a hacer lo mismo. La puerta de mis jardines está siempre abierta y mis libros están en las manos del público; por lo tanto, entrar aquí en el detalle o exponer los principios de mi filosofía están igualmente fuera de lugar y fuera de tiempo. ‘No nos diga que es correcto lo que admite estar hecho del mal; que es virtud lo que deja una puerta abierta al vicio.’ Este es el cargo que Zenó ahora presenta a Epicuro, y si fuera acertado, lo reconozco como un golpe mortal. Por el sabor, hablamos de la fruta; por la belleza y la fragancia hablamos de la flor; y en un sistema de moral o de filosofía, o de cualquier otra cosa, lo que tiende a producir bien lo pronunciamos como bueno, lo que tiende a producir el mal, lo pronunciamos como malo. Yo podría de hecho apoyar el argumento de que nuestra opinión con respecto a los primeros principios de la moral no tiene nada que ver con nuestra práctica; que ya sea que base mi virtud en la prudencia, el decoro, la justicia, la benevolencia o el amor propio, que mi virtud sigue siendo una y la misma; que la controversia no es sobre el final, sino el origen; que de todas las miles de personas que han dado homenaje a la virtud, apenas uno ha pensado en inspeccionar el pedestal sobre el cual se levanta; que al igual que el marinero se guía por las mareas, aunque desconoce sus causas, también un hombre puede obedecer las reglas de la virtud aunque sea ignorante de los principios en que se fundan esas normas; y que el conocimiento de esos principios no va a afectar la conducta del hombre más de lo que el conocimiento de las causas de las mareas podría afectar la conducta de los navegantes. Pero esto no lo voy a argumentar; al hacerlo, podría parecer que peleo contra quien huye. Voy a cunfrontar su objeción de frente. Y digo que, al permitir que los efectos más poderosos broten de los primeros motivos de un sistema moral, tanto los peores como los mejores, que el mío debe ser clasificado entre los mejores, si el mejor es juzgado por el bien que hace y el mal que evita. Si, como usted dice, y en parte lo creo, el hierro y las edades de oro han pasado, la juventud y la edad adulta del mundo pasan, y que la debilidad de la vejez nos está arrastrando, entonces, como también dice, nuestra juventud, mecida en el regazo de la indulgencia, se volverá con los oídos enfermos de la severa moral de Zenón; y entonces yo digo, que en los jardines y solo en los jardines, va a encontrar un alimento inocente, pero adaptado a sus paladares enfermizos; una armadura, no de fortaleza de hierro sino de persuasión de seda, que resistirá el avance de su degeneración o lanzará una belleza más sobre su ruina. Pero tal vez, aunque Zenón permita que este último efecto de mi filosofía sea probable, no va a aprobarlo: su ojo severo mira con desprecio, no lástima, las locuras y vicios del mundo. Él quisiera aniquilarlos, cambiarlos por sus virtudes opuestas, o dejarlos que tengan su efecto completo y natural. ‘Sean perfectos o sean como son. No permito grados de virtud, así que no importan los grados del vicio. Su ruina, si tiene que existir, que sea en todos sus horrores, en toda su vileza; que no atraiga compasión, simpatía; dejen que se pueda ver en toda su deformidad desnuda y excitar la plena medida de su aborrecimiento y desprecio merecido.’ Así dice el sublime Zenón, que sólo ve el hombre tal como debe ser. Así dice el leve Epicuro, que ve al hombre como él es: Con toda su debilidad, todos sus errores, todos sus pecados, persistiendo en comunión con él, sigue regocijándose en su bienestar y suspirando por sus desgracias; Yo llamo desde mis jardines a los irreflexivos, los testarudos y los ociosos: ‘¿Hacia dónde vagan y qué buscan? ¿El placer? Mirenlo aquí. ¿La facilidad? Ingrese y repose.’ Así los enamoro desde la mesa de la embriaguez y la cama des libertinaje: despierto suavemente sus facultades dormidas y quito el velo a sus entendimientos. ‘¡Mis hijos! ¿Buscan placer? La busco también. Hagamos la búsqueda juntos. Usted ha intentado con el vino, ha tratado con el amor; ha buscado diversión en festines y el olvido en la indolencia. Me dice que está decepcionado: que sus pasiones crecieron, incluso mientras eran gratificadas; su cansancio aumentó incluso mientras dormía. Vamos a tratar de nuevo. Vamos a aquietar nuestras pasiones, no gratificándolas sino dominándolas; vamos a conquistar nuestro cansancio, no por el descanso sino por el esfuerzo.’ Así yo gano sus oídos y su confianza. Paso a paso, yo les llevo. Los expongo a los misterios de la ciencia, los expongo a las bellezas del arte, invoco a las gracias y las musas para que me ayuden; la canción, la lira y la danza. La templanza preside en la cena, la inocencia en el festival; el disgusto se cambia a la satisfacción; la apatía a la curiosidad; la brutalidad a la elegancia; la lujuria da lugar al amor; la hilaridad de los bacanales a la amistad. No me diga, Zenón, que un maestro vicioso lava la depravación del corazón joven; que calma la tormenta de sus pasiones y convierte en buenas todas sus sensibilidades. Admito que no intento hacer grandes a los hombres, sino hacerles felices: enseñarles que en el desempeño de sus deberes como hijos, como esposos, como padres, como ciudadanos, se encuentra su placer y su interés; y cuando los motivos sublimes de Zenón dejen de afectar a una generación enervada, las persuasiones suaves de Epicuro aún van a ser escuchadas y obedecidas. Pero me advierte que yo seré calumniado, mis doctrinas mal interpretadas, mi escuela y mi nombre deshonrado. No lo dudo. ¿Qué maestro está a salvo de la maldad, qué sistema de la mala interpretación? ¿Y Zenón realmente considera que él y sus doctrinas están a salvo? Él no conoce entonces la ignorancia y la locura del hombre. Dentro de algunas pocas generaciones, cuando las virtudes amables de Epicuro y la excelencia sublime de Zenón dejen de vivir en el recuerdo o la tradición, los fanáticos feroces o ambiciosos de alguna nueva secta van a calumniar por igual a ambos; van a proclamar a uno como un libertino y al otro como un hipócrita. Pero voy a admitir que yo estoy más vulnerable a la detracción que Zenón: que mientras su escuela va a ser abandonada, la mía será más probablemente avergonzada. Pero será la misma causa que produce los dos efectos. Será igualmente la degeneración del hombre la que hará que se descarten sus doctrinas y se perviertan las mías. ¿Por qué entonces la perspectiva de un futuro debe perturbar a Epicuro más que a Zenón? La culpa no recaerá en mí más que en usted, sino con los vicios de mis seguidores y la ignorancia de mis jueces. Yo sigo mi rumbo guiado por lo que creo que es la sabiduría, con el bien del hombre en mi corazón, adaptando mi consejo a su situación, su disposición y sus capacidades. Mis esfuerzos puede que no tengan éxito, mis intenciones quizá sean calumniadas; pero como yo sé que son benevolentes, los continuaré, sin miedo e imperturbable ante los reproches, inmóvil ante la ingratitud ocasional y decepción frecuente.» Terminó y, otra vez poniendo la mano en el hombro de Teón, lo llevó a su maestro. «Yo no pido a Zenón que me admire como profesor, sino que no culpe a este pupilo por amarme como hombre.»

«Yo no lo culpo,» dijo el estoico, «pero me gustaría no desconfiar de él. Me gustaría que no olvide pronto a Zenón y abandone el pórtico.»

Las sombras de la noche ahora cayeron en la ciudad y la asamblea se dividió.

Capítulo 8

Varios días en Atenas – Capítulo 6

Teón se defiende

Teón se precipitó hacia adelante, se arrodilló y levantó la cabeza de su amigo … sin aliento, agitado, aterrorizado, llamó su nombre con un grito desgarrador de agonía y desesperación. Todo fue conmoción y confusión. Los estudiantes se empujaron hacia adelante tumultuosamente pero Zenón, levantando su brazo y mirando constantemente alrededor, gritó «¡Silencio!»

La multitud retrocedió y la quietud de la noche cayó. Luego, haciendo señales para que el círculo de gentío se moviera hacia la calle para dar paso y admitir el aire, se agachó y ayudó a Teón a asistir en el reavivamiento de su alumno. Cleantes levantó la cabeza, sus ojos se volvieron violentamente hacia los alrededores, y después los fijó en su maestro.

«Suavemente», dijo Zenón, mientras el joven luchaba en los brazos de ambos por recogerse: «con cuidado, hijo mío.» Pero hizo el esfuerzo, ganó sus pies y tirando el brazo hacia un pilar cercano, volvió la cabeza a un lado y por algunos momentos combatió contra su debilidad en silencio. Sus miembros todavía temblaban y su rostro tenía todavía los matices de la muerte cuando, presionando su mano con fuerza convulsiva contra el pilar, con orgullo elaboró ​​su forma, volvió de nuevo los ojos a su maestro y susurró en su aliento roto «Cúlpame, pero no me desprecies».

«No voy a hacer nada de eso, mi hijo: la debilidad estaba en el cuerpo, no la mente.»

«Ha habido falta de mando en ambos. No pido ser excusado.» Entonces, volviéndose a sus compañeros: «Puedo ser una advertencia, si no un ejemplo. Los espartanos exponen la embriaguez de sus ilotas para confirmar a sus jóvenes en la sobriedad: que la debilidad de Cleantes enseñe a los hijos de Zenón ecuanimidad y que se diga: Si en el pórtico se encuentra debilidad, ¿que será en los jardines? Pero,» continuó, dirigiéndose a su maestro, «¿Perdonará Zenón al pupilo que, al tiempo que aplica sus nerviosas doctrinas a los demás, el mismo se ha desviado de ellas?»

«Usted ha juzgado su culpa como la quizo juzgar,» devolvió Zenón; «¡Pero reconfórtese, hijo mío! Aquel que sabe, y al saber puede reconocer su deficiencia, aunque su pie no esté en la cumbre, sin embargo su ojo lo está. Pero diga la causa, que ciertamente debe ser grande, que pudo perturbar el aplomo de mi discípulo.»

«La causa era de hecho grande; nada menos que la apostasía de un erudito de Zenón a Epicuro.»

Zenón volvió sus ojos alrededor del círculo: no había gravedad adicional en ellos y ningún cambio en su forma o en su profunda voz sonora cuando, dirigiéndose a ellos, dijo: «Si uno, o varios, o todos mis discípulos se cansan de la virtud, que se aparten. No teman reproches o exhortaciones; los unos son inútiles para ustedes, los otros indignos de mí. Al que suspira por placer, la voz de la sabiduría nunca lo puede alcanzar ni el poder de la virtud tocarlo. En esta verdad el pórtico nunca será suavizado para ganar un oído enfermizo; ni la gravedad de la virtud será nunca velada para ganar un corazón débil. Quien obedece en acto y no en pensamiento; quien disciplina su cuerpo y no su mente; quien tiene el pie en el pórtico y su corazón en los jardines; no tiene más que ver con Zenón que un desgraciado hundido en todo el afeminamiento de un medianita* o el libertinaje bruto de un escita*. No hay mitad de camino en la virtud; ningún lugar de detención para el alma, sino la perfección. Usted debe ser todo, o puede ser nada. Usted debe determinarse a proceder al máximo, o le animo a no comenzar. ¡Les digo, todos y cada uno, denme sus oídos, sus entendimientos, sus almas y sus energías, o salgan!»  Una vez más miró a su alrededor a sus estudiantes. Un largo y profundo silencio le siguió cuando el joven Teón, rompiendo con su asombro y su timidez, avanzó hacia el centro y pidiendo tolerancia con la mano, se dirigió a la asamblea.

«Aunque me sea necesario renunciar a la estima de Zenón y el amor de sus discípulos, no tengo más remedio que hablar. El honor y la justicia lo requieren de mí: en primer lugar para eliminar la sospecha de esta asamblea; luego, para reivindicar el carácter de un sabio a quien la lengua de un mentiroso ha calumniado; y por último, para conciliar mi propia estima, que valoro más allá incluso que la estima del venerado Zenón y de mi queridos Cleantes.» Se detuvo y, volviéndose hacia Zenón, «Con el permiso del maestro, quiero hablar.»

«Habla, hijo mío: atendemos.» Zenón se retiró entre sus discípulos y Cleantes, ansioso y agitado por su amigo, se colocó detrás de la pantalla de un pilar. Con las mejillas en movimiento y la voz temblorosa, el joven comenzó:

«Al abordar un conjunto acostumbrado a la elocución varonil de un Zenón y la elocuencia brillante de un Cleantes, sé que seré perdonado por mis compañeros, y espero incluso por mi maestro severo, los rubores y vacilaciones de timidez e inexperiencia. Abro la boca por primera vez en público, ¡¿y en que público es?! Por lo tanto, que mi confusión no sea pensada la confusión de la culpa sino, como es en verdad, de la inexperiencia tímida. En primer lugar, para eliminar la sospecha de esta asamblea: no se miren con duda los unos a otros los pupilos; ni mire el maestro con dudas a sus alumnos. Yo soy el que ha comulgado con el hijo de Neocles; Yo soy el que ha entrado en los jardines del placer; Yo soy el que Cleantes ha señalado como apóstata de Zenón a Epicuro.» Un tumulto se levantó entre los estudiantes. Sorpresa, indignación y desprecio diversamente miraban desde sus rostros y murmuraban desde sus lenguas.

«¡Silencio!» Gritó Zenón, lanzando su mirada severa alrededor del círculo. «Joven, proceda.»

Esta explosión del público llenó de vigor al joven en lugar de precipitarlo. Libremente extendió su brazo, sus ojos se iluminaron con fuego y las palabras fluyeron listas de sus labios. «Yo no merezco el silbido de desprecio, ni el estallido de la indignación. Desistan, mis hermanos, hasta que hayan escuchado mi cuento sin arte, no mis disculpas sino mi justificación. Ayer, a esta hora, dejé el pórtico encendido de furia por la filípica de Timócrates contra Epicuro y sus discípulos; indignado contra la ciudad que no conducía tal maestro fuera de sus fronteras; contra los dioses, que no le golpean con sus truenos. Así ventilando mis sentimientos en soliloquio, después de un largo paseo me senté a orillas del Cefiso y fui despertado de un ensueño por el acercamiento de un extraño: su aspecto tenía la sabiduría de un sabio y la benignidad de una divinidad. Yo le cedí el homenaje de respeto y admiración juvenil: condescendió dirigirse a mí. Él me dio los preceptos de la virtud con la lengua suave y melosa de la bondad y la persuasión. Yo lo escuchaba, lo admiraba y me encantaba. Concluímos nuestra caminata a la puesta del sol: él me invitó a su cena. Entré en su casa y él me dijo que yo estaba ante Epicuro. ¿Podría haber retrocedido? ¿Debería haber retrocedido? No: mi corazón responde, no. ¡Toleren, mis amigos! ¡No me interrumpan! ¡No me llamen apóstata! ¡En presencia de los dioses; en presencia de mi maestro, a quien yo temo como a ellos; en presencia de mi propia conciencia, la que temo que más a los dos, les juro que no soy así! Ni digo esto para explicar o justificar la filosofía de Epicuro: sé muy poco de ella. Sólo sé, yo sólo afirmo, que su lengua ha dado nueva calidez a mi amor por la virtud y nuevo vigor a mi búsqueda de la misma. Sólo afirmo que la persuasión, la persuasión simple, sin adornos, está en sus labios; la benevolencia en su aspecto; la urbanidad en sus modales; la generosidad, la verdad y la sinceridad en sus sentimientos. Sólo afirmo que el orden, la inocencia y el contenido están en sus salas y sus jardines; la paz y el amor fraternal con sus discípulos; y que, en medio de ellos, él mismo es el filósofo, el padre y el amigo. Veo la mueca de desprecio en los labios, mis hermanos; ¡ay! Incluso en el rostro impasible de mi maestro leo desagrado.»

«No, mi hijo», dijo Zenón, «No es eso. Continúe su cuento sin arte. Si hay error, se encuentra con el engañador, no el engañado. Y ustedes, mis hijos y discípulos, destierren de sus caras y sus senos cada expresión y cada pensamiento indigno de su compañero honesto y su secta recta. Porque recuerden que si aborrecer la falsedad y el vicio es noble, desconfiar de la verdad y la inocencia es maligno. Mi hijo, proceda.»

«Gracias por su noble confianza, mi señor: me enorgullece, porque me la merezco. ¡Sí! Incluso si yo, como ustedes opinan, podría ser engañado, siento que esta confesión abierta de mi convicción actual perfecta es honorable, tanto para mí mismo como para Zenón. Esto demuestra que en su escuela he aprendido candor, aunque todavía tengo que aprender discernimiento. Y, sin embargo, me parece que, por imperfecto que sea mi discernimiento juvenil, no está ahora en el error. Si alguna vez vi la bondad sencilla, sin adornos; si alguna vez escuché la verdad simple, sin adornos, se encuentra en Epicuro. ¡Una vez más pido su tolerancia, mis amigos! ¡Una vez más su tolerancia, mi maestro! Yo no soy, no quiero ser un discípulo de los jardines: la virtud podría estar en ellos, perdón, la virtud está en ellos; pero hay una virtud en el pórtico que voy a adorar a mi última hora. ¡Aquí, aquí me enteré, aquí vi por primera vez a que altura gloriosa la grandeza de un mortal podría ascender, lo independiente que podría ser de la fortuna; cuan triunfante podría ser sobre el destino! Joven, inocente y sin experiencia llegué a Atenas en busca de la sabiduría y la virtud. ‘Asiste a todas las escuelas y quédate con la que te de los objetivos más nobles’, dijo mi padre cuando él me dio su bendición de despedida. Él es un académico que había bebido, por supuesto, un poco los principios de Platón y sentía amor por su escuela. Al escuchar a Crates primero, por lo tanto, me pensé yo satisfecho. Un accidente me hizo conocer a un joven de Pitágoras: escuché sus sencillos preceptos; me encantaron sus virtudes y casi caí en sus supersticiones. De estos, Teofrastes me despertó y casi me decidía a ser peripatético cuando conocí al entusiástico y elocuente Cleantes. Él me llevó al pórtico, donde me encontré con todas las virtudes de todas las escuelas unidas y coronado con la perfección. Pero cuando yo prefería a Zenón, no despreciaba a mis antiguos maestros. Todavía a veces visito el Liceo y la Academia, y el joven pitagoreano es aún mi amigo. Una mente pura debe, creo, respetar la virtud donde quiera que se encuentre, y si está en el Liceo y la Academia, ¿por qué no en los jardines? Zenón, en la enseñanza de la austeridad, no enseña la intolerancia; mucho menos, estoy seguro, enseña la ingratitud: y si no sintiera por el sabio de Garguetia respeto y amor, yo sería el alma más ingrata en Atenas; y si, sintiendo ambos, temiera reconocerlo, sería el más malo. Y ahora, mis hermanos, pregúntense ¿cuál sería su indignación si un joven fuera por sus vicios expulsado de este pórtico y corriera al Liceo y acusara ante los hijos de Aristóteles a nuestro gran Zenón de la misma sensualidad y maldad por la que aquí fue desgraciado y desterrado el mismo? ¿No van a odiar a un miserable así? ¿No lo van a detestar? ¿No lo van a maldecir? ¡Mis hermanos! Hoy he aprendido que Timócrates es un miserable así. ¿Está aquí? Espero que lo esté. Espero que me oiga denunciarlo por ser difamador e ingrato.»

«¡Es falso!» Gritó Timócrates, estallando en furia entre la muchedumbre. «‘Es falso! Lo juro.»

«¡Cuidado con el perjurio!» Dijo una voz clara, de plata, de afuera del círculo. «¡Abran paso, atenienses! Este pleito me corresponde.»

La multitud se dividió. Todos los ojos se volvieron hacia la apertura. Teón gritó con triunfo; Timócrates se puso pálido de consternación al reconocer la voz y la forma del hijo de Neocles.

 Capítulo 7

* Los medianitas y escitas son dos nacionalidades antiguas.

Varios días en Atenas – Capítulo 5

La Indignación de Cleantes

Los fervores del día habían disminuido, cuando Teón salió a la calle de la casa de Epicuro. En ese instante se encontró en el rostro de su amigo Cleantes: corrió a sus brazos, pero el joven estoico retrocedió con una mezcla de asombro y horror. «¡Por los dioses! ¿De la casa de Epicuro?»

«No me maravillo de su sorpresa,» devolvió Teón «ni, si mal no recuerdo mis propios sentimientos de ayer, de su indignación.»

«Respóndame pronto,» interrumpió Cleantes; «¿Es Teón aún mi amigo?»

«¿Y lo duda Cleantes?»

«¿Que no puedo dudar, cuando veo que viene de una mansión así?»

«No, hermano mío,» dijo Teón, amablemente abrazando el cuello de su amigo y guiándolo hacia adelante, «no he estado en ninguna mansión de vicio ni de locura.»

«No le entiendo», respondió el estoico, pero a medias cediendo a su bondad: «No sé qué pensar ni qué temer.»

«Tema nada y piense sólo lo bueno,» dijo el corintio. «Es cierto, yo vengo de los jardines del placer, donde he oído muy poco del placer y mucho de la virtud.»

«Ya veo,» respondió el otro, «usted ha perdido sus principios y yo a mi amigo.»

«No creo que he perdido lo primero y estoy muy seguro de que no ha perdido lo último.»

«¡No!», exclamó Cleantes, «Pero digo que sí,» y sus mejillas sonrojaron y sus ojos brillaron de indignación: «He perdido a mi amigo y usted ha perdido el suyo. ¡Váyase!», continuó y se alejó del brazo de Teón. «¡Váyase! Cleantes no tiene comunión con un apóstata y libertino.»

«Usted me malinterpreta y se equivoca sobre Epicuro», dijo su amigo en un tono de reproche más que enojo. «Pero no lo puedo culpar; ayer yo mismo fui igualmente injusto. Usted debe verlo, debe escucharlo, Cleantes. Esto por sí solo puede desengañarlo, puede convencerlo; convencerlo de mi inocencia y la virtud de Epicuro.»

«¿Virtud de Epicuro? ¿Su inocencia? ¿Qué es Epicuro para mí? ¿Qué es, o debe ser para usted? ¿Su inocencia? ¿Y está sujeto al manto de Epicuro, que quiere convencierme de su inocencia?»

«Sí, y de su propia injusticia. ¡Oh, Cleantes, qué tonto ahora sé que había sido! ¡Haber escuchado las mentiras de Timócrates! ¡Haber creído todos sus absurdos! ¡Venga, mi amigo! ¡Venga conmigo y vea la faz del maestro que blasfema!»

«Teón, un maestro y un solo amo es el mío. Para mí, si Timócrates exagera o incluso miente, nada de eso importa.»

«Si importa, o debería importar,» dijo el corintio. «¿Un discípulo de Zenón no abrir los ojos a la verdad? ¿No ver un error y expiar por el al reconocerlo? Yo no pido que sea discípulo de Epicuro, yo sólo pido que sea justo con él y que lo sea por su propio bien, más que por el mío o incluso por el de el.»

«Veo que estás seducido. Veo que estás perdido», exclamó el estoico, fijando sobre él una mirada en la que el dolor luchó con indignación. «Me creía un estoico, pero siento la debilidad de una mujer en mis ojos. Usted fue como mi hermano, Teón; y fue engañado por la sirena, dejó la virtud por el placer, a Zenó por Epicuro.»

«No he dejado a Zenón.»

«No se puede seguir ambos; no se puede estar en el día y en la noche al mismo tiempo.»

«Le digo que no hay noche en los jardines de Epicuro.»

«¿No hay placer ahí?,» exclamó el estoico, la boca y las cejas encrespadas con ironía.

«Sí, hay placer ahí: el placer de la sabiduría y la virtud.»

«¡Ah! Que pronto ha aprendido las sutilezas del garguetiano, Usted sin duda ya ha adorado la virtud bajo la forma de la cortesana Leoncia y la sabiduría bajo la de su maestro y amante, el hijo de Neocles.»

«¡Qué poco sabes de ambos!», respondió Teón, «pero yo sabía igual de poco ayer.»

Cleantes se detuvo. Estaban ante el pórtico estoico. «¡Adiós! Regrese a sus jardines! ¡Adiós!»

«Todavía no parto», dijo Teón: «Zenón sigue siendo mi maestro.» Él siguió a su amigo al subir los escalones. Una multitud de discípulos estaban reunidos, esperando la llegada de su maestro. Algunos, hacinados en grupos, escuchaban las arengas de un erudito anciano o de estudiantes mas capaces: otros caminaban en grupos de seis o doce razonando, debatiendo y discutiendo: mientras que innumerables figuras individuales, no perturbadas por el bullicio que les rodeaba, se apoyaban en pilares estudiando cada uno de un manuscrito o de pie sobre las escaleras con los brazos cruzados y cabezas puestas sobre sus pechos, envueltos en meditaciones silenciosas. A la entrada de Cleantes, el alumno favorito de su maestro, los estudiantes abrieron el camino y el fuerte zumbido calló lentamente hasta el silencio. Avanzó hasta el centro y la multitud flotante se reunió y se comprimió en un círculo amplio y profundo. Todos los ojos estaban empeñados en el joven con curiosidad expectante porque su semblante estaba turbado y su manera era abrupta.

Cleantes era de tamaño medio, tan delgado que uno se pregunta sobre cuan erguido era su modo de andar y sobre la actividad de su movimiento. Su cuello era pequeño; sus hombros caídos; su cabeza elegantemente formada; el corte de pelo suave y estrecho; la frente estrecha y con profundas arrugas para alguien tan joven: las cejas marcadas y alineadas, salvo una ligera curva hacia arriba como por un ceño fruncido por encima de la nariz. Sus ojos eran azules pero su mirada era demasiado seria y su espíritu demasiado claro para resaltar algo de la suavidad habitual de ese color. Y sin embargo, hubo momentos en que esta suavidad sería aparente en sus ojos, y cuando lo era, llegaba al alma de quien lo observaba; pero esos momentos eran cortos y poco frecuentes. La nariz era fina y tal vez demasiado delicadamente tornada: la boca, suave y siempre en reposo. Las mejillas eran finas y aunque un poco sonrojado, el rostro tenía un aspecto de palidez hasta que el entusiasmo despertaba y profundizaba todos sus tintes. Toda su expresión tenía más espiritualidad y variedad, y su porte más agitación, de lo que se hubiera buscado en el primer y favorito de los discípulos de Zenón. El joven dió una rápida mirada alrededor del círculo, echó hacia afuera el brazo derecho, el manto cayó de su hombro, y en una voz variada, intensa y a la vez melodiosa, comenzó:

«¡Mis amigos, mis hermanos! ¡Discípulos de Zenón y de la virtud! Denme sus oídos y despierten sus facultades! ¿Cómo le digo a los peligros que les rodean? ¿Cómo voy a pintar el demonio que los atrapa usted? Timócrates ha escapado de sus encantos y nos dijo que el desorden y los deleites estaban en sus salas, que la impiedad estuvo en su boca; el vicio en su práctica; la deformidad en su aspecto. Y pensamos que nadie sino las almas nacidas para el error, ya llenas de infamia o hundidas en el afeminamiento podrían ser tomadas por sus afanes y seducidas por su ejemplo. ¡Pero he aquí! ¡El ha cambiado su rostro, él ha cambiado su lenguage: en medio de sus festejos se ha puesto el atuendo de la decencia: en su desorden habla de la inocencia; en su libertinaje de la virtud! ¡Miren la juventud! Corren hacia él con las orejas codiciosas, repletan sus jardines y sus pórticos. Atenas, Grecia, todos son del garguetiano. Asia, Italia, la África quemada y la congelada Escitia, todos, todos mandan alumnos listos a sus pies. ¡Oh! ¿Qué diremos? ¡Oh! ¿Cómo vamos a detener el torrente? ¡Oh! ¿Cómo construiremos una cerca alrededor de nuestros corazones, cómo alrededor de nuestros oídos contra el canto de la sirena? ¿De qué mástil debemos atarnos, en que piloto vamos a confiar, para que podamos pasar a las orillas de la seguridad sin darnos contra las rocas? Pero, ¿por qué hablo? ¿Por qué lo pregunto? ¿Por qué les exhorto: no está el contagio ya entre nosotros? En la escuela de Zenón, en este pórtico, en este círculo hay no indecisos? Sí. ¿No hay apóstatas?» La emoción atragantó su expresión: se detuvo y tiró sus ojos encendidos sobre el público que le rodeaba. Cada respiración los tenía en la espera; cada uno veía en el otro la duda, el desaliento, y la investigación. El corazón de Teón latió rápido y alto: se adelantó un paso y levantó el brazo para hablar pero Cleantes, reuniendo su aliento de nuevo con una voz rápida, continuó.

«¿Este silencio habla de culpa consciente o inocencia sorprendida? Lo último: yo creo que es lo último. ¡Alabados sean los dioses! ¡Alabanza a nuestra tutora, Minerva! ¡Alabanza a nuestro gran, glorioso maestro, hay todavía hijos de Atenas y de Grecia que respetan, cumplen y alcanzan la virtud! Algunas almas elegidas y disciplinadas que podrán iluminar con la luz y el decoro de su época y cuyos nombres serán honrados por los que aún no han nacido. ¡Despierten sus energías! ¡Oh, sean firmes en Zenón y en la virtud! No lo digo yo, ni lo dice Zenón, que la virtud se basa en el placer y el descanso. La resistencia, la energía, la vigilancia, la paciencia y la resistencia: estos, estos deben ser su práctica, deben ser su hábito para que puedan llegar a la perfección de su naturaleza. El ascenso es empinado, es largo, es arduo. Hoy hay que ascender un escalón y mañana un paso, y mañana y mañana, y sin embargo estarán lejos de la cumbre, del reposo y de la seguridad. ¿Esto les choca? ¿Están disgustados con esto? Vayan entonces a los jardines. ¡Vayan al varón de Garguetia, aquel que se hace llamar filósofo y que ama y enseña la locura! Vayan, vayan a él y los incitará y calmará. ¡Él terminará su búsqueda y les dará lo que ambicionan! ¡El les mostrará la virtud  vestida de placeres y de facilidad! ¡El les enseñará sabiduría en una canción y felicidad en la impiedad! Pero me han dicho que Timócrates ha mentido: que Epicuro no es un libertino, ni Leoncia una prostituta, ni los jóvenes del jardín los ministros a sus concupiscencias. Que así sea. Timócrates deben responderse a sí mismo, bien sea su relato las efusiones indignadas de la verdad o las invenciones sutiles de la malevolencia: con su propia conciencia sea el secreto, a nosotros no nos importa. Nosotros, los que tenemos nada que ver con las doctrinas de Epicuro, tenemos nada que ver con su práctica. El que quiera reivindicar las unas, que reivindique la otra: que venga adelante y diga que el maestro en los jardines no es sólo puro en acción, sino perfecto en teoría. Que lo diga, que adora la virtud como virtud, y repudia el vicio como vicio. Que lo diga, que arma el alma con fortaleza, la ennoblece con magnanimidad, la castiga con la templanza, la agranda con la beneficencia, la perfecciona con la justicia: y además que diga que él hace esto, no para que el alma tan educada y vigorizada puede estar en el reposo de la virtud, sino para que pueda regocijarse en su honor y estar bien dispuesta para su actividad . Que busque aquella virtud que solo la prudencia guía, que enseña a ser justos para que las leyes no nos castiguen ni nuestros vecinos nos den venganza, a ser resistentes, porque quejarse es inútil y la debilidad nos trae insultos y desprecio; a ser templados para que nuestro cuerpo pueda mantener su vigor, nuestros apetitos conserven su agudeza y nuestras satisfacciones y sensualidades su entusiasmo: a servir a nuestros amigos, para que nos pueden servir, nuestro país, debido a que su defensa y bienestar comprende la nuestra. Todo esto está bien, pero ¿no hay nada más? ¿Es nuestra facilidad solo lo que vamos a estudiar y no nuestra dignidad? Aunque todos mis semejantes desaparecieran y ni un ojo mortal ni inmortal se quedara para aprobar o condenar, ¿no debería yo en este pecho tener un juez que temer y un amigo con quien conciliarme? ¡La prudencia y el placer! ¿Fue a partir de principios como estos que la virtud de Solón, de Milcíades, de Arístides, de Sócrates, de Platón, de Jenofonte, de todos nuestros héroes y todos nuestros sabios, tuvo su primavera y su alimento? ¿Fue tal virtud la que en Licurgo fue plantada por la corona que le ofreceron? ¿La que en Leónidas se situó en Termópilas? ¿La que en el moribundo Péricles se vanagloriaba de que nunca había causado que un ciudadano llorara? ¿Fue tal virtud como esta, la que habló en Sócrates ante sus jueces? ¿La que lo sostuvo en su prisió y, cuando la puerta estaba abierta y las velas de la nave lista desplegadas, le hizo preferir la muerte a la fuga; su dignidad a su existencia?»

Una vez más el joven orador hizo una pausa, pero su alma indignada parecía todavía hablar por sus ojos parpadeantes. Sus mejillas brillaban como el fuego y grandes gotas rodaban de la frente. En este momento el círculo detrás de él cedió y Zenón avanzó hacia el medio. Su cabeza y hombros estaban por encima de la multitud, su pecho era amplio y varonil; sus miembros construídos con fuerza y ​​simetría: su modo de andar era erguido, tranquilo y digno: sus facciones, grandes y regulares, parecían esculpidas por el cincel de una divinidad colosal: la frente, amplia y serena, estaba marcada con las líneas paralelas de la sabiduría y la edad; pero ni duras arrugas ni los músculos perturban el descanso de sus mejillas, ni tampoco sus sesenta años tocaban con un hilo de plata su estrecho pelo negro: los ojos, oscuros y llenos, con látigos largos por pestañas, miraban con sabiduría severa y constante desde bajo sus cejas finamente arqueadas y correctas: la nariz provenía de la frente, estrecha y alineada: la boca y la barbilla eran firmes y silenciosas. Sabiduría imperturbable, fortaleza inquebrantable, autoestima, auto-posesión y autoconocimiento perfeccionados estaban en su rostro, su porte y su caminar.

Se detuvo frente al joven, que se había convertido en su enfoque. «Mi hijo», fijando su mirada en calma en el semblante laborioso de su discípulo: «¿Qué ha perturbado tu alma?» Cleantes puso una mano sobre su pecho movido: hizo un violento esfuerzo por recobrar la compostura y el habla: falló. La sangre caliente abandonó sus mejillas: se precipitó de nuevo: otra vez se escapó: se quedó sin aliento y se dejó caer desmayado a los pies de su maestro.

 Capítulo 6

Varios días en Atenas – Capítulo 4

LA VISITA DE GRIFO

«¡Prepárense! ¡Prepárense!» gritó el estudiante jadeando. «¡Oh, Polux, que pareja! El contraste podría convulsionar un escita*.»

«¿Qué es? ¿Cuál es el problema?» gritó una docena de voces.

«Voy a explicar directamente, pero primero me doy aliento. Y sin embargo, tengo que ser rápido porque están muy cerca en mis talones. Grifo, el cínico, algunos de ustedes deben de haberle visto. Bueno, él viene junto con el joven Licón.»

«Venir aquí,» dijo el maestro, sonriendo. «¿Qué me ha procurado el honor de esta visita?»

«Oh, tu fama, por supuesto.»

«Sospecho que usted está haciendo un tonto del viejo cínico», dijo Epicuro.

«No, si él es tonto, lo es sin mi ayuda: Licón y yo estábamos de pie en las escaleras del Pritaneo disputando acerca de algo, no recuerdo qué, cuando llegó Grifo y, sin llegar al final de la escalera, ‘¿Son discípulos de Epicuro, de Garguetia?’ ‘Lo somos’, respondí yo, porque Licón sólo se quedó mirando con asombro. ‘Es posible que me muestre el camino a él entonces.’ ‘Con todo mi corazón «, de nuevo respondí porque Licón todavía no encontraba su lengua. ‘Ahora mismo vamos para los jardines y será un honor ser conductores de tan extraordinario personaje.’ »

Quería ponerlo entre nosotros, pero Licón parecía poco ambicioso en querer participar de este honor y, dando un paso hacia atrás, se deslizó por mi otro lado. ¡Oh, Júpiter! Nunca olvidaré el contraste entre mis dos compañeros: el sucio y peludo cínico a mi derecha, y el guapo, suave, delicado Aristipiano a mi izquierda. Trajimos a toda la calle detrás de nuestros talones. Licón se iba a escabullir, pero lo mantuve apretado por la manga. Cuando estábamos cerca de los jardines, salí corriendo en un cruzacalle adelante para dar aviso a tiempo, como usted ve. ¡Pero he aquí, he aquí!»

Las dos figuras ahora aparecieron en la puerta. El contraste no era mucho menos singular de como el estudiante lo había representado, y había una especie de preludio débil para una risa universal que, sin embargo, una mirada oportuna del maestro inmediatamente sofocó. Licón, por la ligereza de su figura y la delicadeza de sus rasgos y complexión, pudo haber sido confundido con una mujer; su piel tenía la blancura de lirio y el rosado de la rosa; sus labios el escarlata del coral: el pelo suave y fluído, la textura de seda; el color, oro: su vestido fue elegido con sutileza estudiada y su disposición tenía también una elegancia estudiada: su túnica era la más blanca y más fina, sujeta en el hombro con un hermoso ónix: su banda era de exquisitos bordados y su manto del más rico ciudadano de Tiro, que caía en pliegues exuberantes por los hombros y el brazo derecho, que con gracia cargaba toda su longitud para tener mayor comodidad al caminar: las sandalias eran de color púrpura con botones de oro. Grifo era corto, cuadrado y musculoso; la túnica era de la lana más grosera y no la más limpia, en algunos lugares desgastada y con un roto abierto de magnitud considerable que demostró que la piel estaba igual de dañada que su cubierta: su cinturón, una cuerda: su capa, o más bien trapo, tenía el aspecto de una vela tomada de los restos de un viejo barco comerciante: los pies descalzos y densamente llenos de polvo. De su rostro, poco más se podía distinguir que la nariz; la parte inferior está oculta por una barba espesa y de gran difusión, y la parte superior por una profusión de pelo largo, enredado, y espeluznante. Los discípulos curiosos abrieron un pasaje para que este intruso singular, sin mirar a la derecha o a la izquierda, siguiera caminando y se detenga ante Epicuro.

«Supongo que usted es el maestro, por la molestia innecesaria que usted toma al venir a verme.»

«Cuando Grifo posiblemente ha caminado una milla para conocer a Epicuro, Epicuro puede sin mucha dificultad caminar un paso para verse con Grifo.»

«En mi caminata de una milla,» devolvió el cínico, «no hubo problemas: lo tomé como mi propio placer.»

«Y mi caminar de un paso también lo tomé como el mío.»

«¡Si, el placer de la ceremonia!»

«Pues espero entonces que esta su visita sea de algo más que ceremonia; tal vez un sentimiento de verdadera amistad o una señal de su buena opinión.»

«Odio las palabras inútiles,» devolvió el cínico, «y no he venido aquí ni para es escuchado ni para escuchar a cualquiera. He oído que mucho se habla últimamente de usted. En nuestras calles y nuestros pórticos hay bullicio eterno con su nombre, y hasta ahora todos los sabios están cansados ​​de él. Vengo a decirle esto y para aconsejarle que cierre las puertas de sus jardines, sin dilación, y que cese sus arengas de maestro ya que sólo pasa por un filósofo entre los necios, y por tonto entre los filósofos.»

«Le doy las gracias por su consejo honesto y la información, amigo; pero como el objeto de un maestro no es enseñar a los sabios, sino sólo los ignorantes, ¿no cree que todavía puedo arengar a los necios sobre algunas cosas pequeñas, aunque Grifo y todos los sabios, por supuesto justamente, me tengan en desacato?»

«¿Y para que los tontos puedan ser sabios, los sabios han de estar plagados por la locura?»

«No, seguramente dejaría de considerar como locura aquello que podría hacer que un tonto se vuelva sabio.»

«¡Un tonto sabio! ¿Y quién, sino un tonto podría pensar que es posible?»

«Concedo que es difícil; pero ¿no puede también ser a veces difícil descubrir quien es un tonto y quién no lo es? Entre mis pupilos allí, algunos sin duda pueden ser tontos y otros posiblemente puede que no sean tontos.»

«No,» interrumpió el cínico, «o no serían sus estudiantes.»

«¡Ah! Porque yo mismo soy un tonto. ¡Bueno que me lo ha recordado! Me había olvidado de que esa era una de nuestras premisas. Pero entonces, ya que soy un tonto y todos mis eruditos son tontos, no veo cuánto daño se puede hacer ya sea que yo hable locura o que ellos la obedezcan.»

«No si los hombres sabios no se vieran obligados a prestar atención también. Le digo que nuestras calles y pórticos zumban con su nombre y sus disparates. Mantenga todos los tontos de Atenas en sus jardines y cierre las puertas con cerradura, y podrá predicar su locura tanto tiempo y a tan voz alta como le de la gana.»

«Sólo tengo una objeción a esto, a saber, que mis jardines no pueden contener todos los tontos de Atenas. Supongamos entonces que los sabios, que componen un cuerpo menor, se cierren en un jardín y que le dejemos la ciudad y el resto de Ática a los tontos.»

«Te dije», exclamó el cínico, en voz de la ira, «que odiaba las palabras inútiles.»

«Pero, amigo, ¿por qué entonces caminar una milla para hablarme? No hay palabras tan inútiles como las que se arrojan a un tonto.»

«Muy cierto, muy cierto», y diciendo esto, el desconocido le dio la espalda y salió del templo.

«Ahí lo tienen,» dijo el hijo de Neocles a sus discípulos sonrientes, «es una buena advertencia para cualquiera que quiera ser filósofo.»

«No, señor», exclamó Sofron, «¿cree qué nosotros estamos en peligro de seguir el ejemplo agradable de este salvaje? ¿Usted espera ver a Licón allí, con la barba, la cabeza y la ropa a la manera de Grifo?»

«Quizá no la barba, la cabeza y la ropa,» contestó el garguetiano, «el orgullo, la vanidad y la ambición pueden tomar revestimientos menos temibles que éstos.»

«¿El orgullo, la vanidad y la ambición? Yo más bien sospecho que a Grifo le faltan los tres.»

«No, hijo mío, créeme que todas esas tres cualidades influenciaron los tres adornos espantosos de la persona de nuestro cínico. El orgullo no siempre lleva a un hombre a cortar el monte Atos en dos, como a Jerjes; ni la ambición, a la conquista de un mundo y a llorar que aún no hay otro mas para conquistar, como a Alejandro; ni la vanidad, a buscar en un arroyo la propia cara hasta enamorarse de ella, como a Narciso. Cuando no podemos cortar un Atos, podemos dejar sin cortar nuestra barba; cuando no podemos montar un trono, podemos arrastrarnos en una bañera; y cuando no tenemos belleza, podemos aumentar nuestra fealdad. Si un hombre de pocos talentos, o incluso de talentos moderados, se ve herido con un gran deseo de distinción, no hay nada demasiado absurdo, tal vez nada demasiado travieso, que no pueda cometer. Nuestro amigo, el cínico, felizmente para él y sus vecinos, parece dispuesto a descansar con lo absurdo. Eróstrato se fue con lo travieso al eternizar su nombre destruyendo aquel templo, cuya construcción inmortalizó a Tesifón. Cuidémonos de apartarnos de lo uno tanto como de lo otro.»

«¿Entonces, piensa que el deseo de distinción es un deseo vicioso?», preguntó Teón.

«Creo que a menudo es un deseo peligroso, y muy a menudo uno infeliz.»

«Pero sin duda a menudo, uno afortunado», dijo Leoncia. «Sin ella, ¿no hubiera habido nunca un héroe?»

«Y tal vez,» respondió el sabio con una sonrisa, «el mundo pudo haber sido más feliz si no lo hubieran sido.»

«Bueno, sin justificar un Aquiles, ¿hubiera habido un Homero?»

«Estoy de acuerdo con usted», respondió el maestro más en serio. «El deseo de distinción, aunque a menudo peligroso y a menudo un deseo infeliz, es igualmente a menudo afortunado, aunque creo que aquí es mejor decir a veces que a menudo. Es peligroso en la cabeza de un tonto; infeliz, en la de un hombre de capacidades moderadas o situación desfavorable que pueda concebir un objetivo noble, pero le falta el talento o los medios necesarios para su consecución. Es una suerte sólo en la cabeza de un genio, el corazón de un sabio y en una situación conveniente para su desarrollo y gratificación. Estas tres cosas a menudo no se encuentran en una sola persona.»

«Sin embargo», dijo Teón, «¿cuántos grandes hombres ha producido Atenas?»

«¿Pero no es de consecuencia si estaban contentos?»

«Feliz o no feliz, ¿quién se negaría a su destino?»

«Me gusta esa sensación», respondió el Gargettian; «Ni me disiento de ella. El destino de grandeza siempre será envidiable, incluso cuando las tormentas más oscuras plagan su trayectoria. La fama bien merecida tiene en sí misma un placer por encima de todos los placeres, que puede pesar en la balanza en contra de todos los males acumulados de la mortalidad. Admitamos, entonces, que nuestros grandes hombres han tenido suerte, ¿son, como usted dice, muchos? ¡Ay! Mi hijo, podemos contarlos con los dedos. Una generación, la del genio más brillante, entrega de entre sus miles y millones tan solo tres o cuatro, o una docena, para la adoración o al menos el reconocimiento de la posteridad.»

«¿Y éstos, sólo estos tres, cuatro o docena, tienen derecho al deseo de distinción?»

«En cuanto al derecho», respondió el sabio en broma, «Yo no quiero discutir eso. El derecho lo tienen todos en nuestra democracia para sentarse en una tina o andar en una túnica sucia.»

«Pero usted no va a permitir ningún final a la ambición, a menos que sea absurdo.»

«No me he expresado bien, o no me ha entendido bien si dibuja esa conclusión. Yo sin duda he concedido a nuestros grandes hombres que han tenido grandes metas en su ambición.»

«Pero, ¿es sólo los grandes hombres, o los hombres destinados a ser grandes, que pueden tener tales metas?»

«Concedo que otros puedan, sólo dije que iban a ser infelices en consecuencia. La perfección de la sabiduría y el fin de la verdadera filosofía es proporcionar nuestros deseos a nuestras posesiones, y nuestras ambiciones a nuestras capacidades.»

«Entonces,» gritó Metrodoro, «yo mismo he demostrado sustancialmente esta mañana que no soy filósofo cuando elegí un estudio más allá del alcance de mi lápiz.»

«No,» dijo Leoncia, juguetonamente tocando su hombro, «el maestro hace una distinción entre lo que está más allá del alcance de nuestra capacidad y lo que está más allá del alcance de nuestra práctica. Es posible que Eróstrato nunca hubiera planeado el edificio que destruyó; es posible que Tesifón no siempre haya planeado construirlo.» La sonrisa que acompañó estas palabras iluminó aún más la cara de Metrodoro. Teón supuso que sentía más que admiración y más que amistad, por esta discípula.

«Su comentario fue muy oportuno y bien señalado,» dijo el maestro, «y me ha ahorrado algo de hablar.»

«No estoy seguro de eso», gritó Sofrón, dando un paso hacia delante; «Pues aunque Leoncia ha explicado tan bien la distinción entre la falta de capacidad y la falta de práctica en general, me gustaría que me digan cómo uno puede hacer esta distinción en su caso particular. Por ejemplo, tengo una fantasía de convertirme en filósofo y sustituir a mi maestro; ¿cómo voy a saber, cuando suceda mi primer acto de perplejidad en la lógica o la invención, si el defecto es en mi capacidad o mi práctica?»

«Si es sólo en lo último, me imagino que fácilmente lo va a percibir; si en lo primero, no tan fácilmente. Un hombre, si se dedica a la búsqueda, descubrirá rápidamente sus talentos; pero podría continuar hasta su muerte sin descubrir sus deficiencias. La razón es simple: uno hiere nuestro amor propio, el otro lo halaga.»

«Y, sin embargo,» interrumpió Teón, «creo que en mi primera entrevista con el filósofo de Garguetia mencionó que miles tenían las semillas de la excelencia en ellos, pero nunca las encontraron.»

«Veo que tienes una buena memoria», respondió el maestro. «Yo lo dije, y lo creo todavía. Muchos podrían haber sido héroes y muchos filósofos, si hubieran tenido el deseo de serlo; si un accidente o la ambición les hubiera hecho que se vean en sí mismos y averigüen sus poderes; pero si las joyas se escondan en un saco de avena, nunca se encontrarán a menos que se sacuda la avena. Recuerde, sin embargo, que ahora estamos hablando solo de una clase de hombre: el ambiciosos; y el ambicioso nunca tendrá una semilla, mala o buena, que no genere y produzca su fruto apropiado. La ambición es el incitador y el estímulo necesario de una gran mente para gran acción; cuando actúa sobre una mente débil la impulsa al absurdo o se deteriora con el descontento

«No, entonces,» dijo Sofrón, «una mente así no es mas que un preso peligroso entre las mentes; y yo, por mi parte, mejor que no tenga nada de eso, porque dudo que haya nacido para ser un Epicuro y estoy seguro de que no tengo ganas de ser un Grifo. »

«Bueno,» dijo el maestro, «tenemos por lo menos que dar las gracias a Grifo por el diálogo de esta mañana. Si alguno desea discutirlo mas a fondo, podemos hacerlo en el comedor; el sol ha llegado a su mediodía, así que vayámonos al baño.»

Salieron del templo y cruzando los jardines en una dirección opuesta a aquella por la que Teón había entrado, pronto llegaron a una puerta que, para su sorpresa, se abrió en una cancha en la parte trasera de la casa del garguetiano, la misma en la que habían cenado la noche anterior.

Capítulo 5

* escita = habitante de Escitia

Guía de estudio

Capítulo 1. ¿De donde surgen los prejuicios y la indignación de Teón?

Capítulo 2. ¿Cuales son los posibles peligros de la arrogancia intelectual? ¿Debería el vicioso ser objeto de compasión, indignación o de desprecio? El hermano de Metrodoro, Timócrates, había estudiado bajo Epicuro y luego se dedicó a difamarlo injustamente. ¿Cual es la reacción apropiada que debe tener un filósofo a esto?

Capítulo 3. ¿De que manera la virtud estoica es distinta a la virtud epicúrea?

Capítulo 4. Estudie las creencias y estilos de vida de la antigua escuela de los cínicos. ¿La considera extrema o impráctica? ¿Que quiere decir Epicuro cuando explica que producir grandes hombres no es lo mismo que producir hombres felices? ¿Puede la ambición ser una virtud?, y ¿bajo que criterios?

Capítulo 5. ¿Porqué sostienen las otras escuelas que la virtud no puede tener ninguna conexión con el placer? ¿De que manera entienden ellos el placer, y de que manera lo entienden los epicúreos?

Capítulo 6. ¿Cual es la manera mas sabia y práctica de criticar públicamente lo reprensible?

Capítulo 7. Epicuro dice que él acepta a los hombres tal como son, no como desearíamos que fueran, y que su filosofía trae sanación y felicidad para los hombres. Además, que su filosofía es para todo el mundo, no solamente los filósofos. ¿Como contrasta esto con el estoicismo? Este capítulo contiene contemplaciones sobre la futura decadencia de las filosofías helenísticas. ¿Que aspectos de la antigüedad estaba la autora tratando de recuperar al escribir esta obra en el Siglo XIX?

Capítulo 8. Observe como en la historia de Cleantes, se denota el modo en que la disciplina y la austeridad estoicas comparan con el placer y la facilidad epicúrea. ¿De que manera es la franqueza una cualidad esencial del buen filósofo? ¿Que efectos tiene esta franqueza en el rol que juega un filósofo en la sociedad? ¿Y en el modo en que es visto, como resultado?

Capítulo 9. ¿De que manera pueden contribuir las artes a una vida feliz? ¿Y las ciencias? ¿Y otras profesiones y conocimientos?

Capítulo 10. Enumere los beneficios, límites y usos de la filosofía terapéutica descritos aquí.

Capítulo 11. Epicuro y Teón hablan sobre como los sabios serán recordados por los que aprecian la sabiduría. ¿Como se puede describir una vida bien vivida?

Capítulo 12. Enumere las críticas de Hedea a la escuela pitagórica.

Capítulo 13. ¿Deberían las creencias en los dioses y la providencia estar mas allá de todo reproche? ¿Que razones pueden justificar que estas creencias disfruten del privilegio que disfrutan en casi todas las sociedades?

Capítulo 14. A través de su historia, la tradición epicúrea siempre ha acentuado la importancia de la ciencia y del estudio objetivo de la naturaleza de las cosas a través de nuestros sentidos. Enumere algunas de las razones por las cuales esto es tan importante.  ¿Que constituye una mente sin prejuicios, y porqué es importante cultivarla?

Capítulo 15. Los filósofos aquí hablan del uso de las palabras, de lo simple y clara que es la verdad y de como no necesita ser adornada por palabrería vaga y misterio. ¿Como contrasta este aspecto del epicureísmo con otras filosofías y con las religiones? Leoncia explica que se debe razonar siempre a partir de la observación. ¿Cuales son los potenciales peligros del racionalismo cuando no es informado por nuestros sentidos y facultades? Leoncia además dice que no hay verdades morales auto-evidentes, sino que se requiere de la observación y el razonamiento para determinar las consecuencias de las acciones. Esto se llama hedonismo utilitario. Estudie esta tradición filosófica y escriba, en sus propias palabras, en que consisten sus doctrinas y si tienen mérito.

Capítulo 16. Epicuro lamenta que el hombre ponga en duda el poder de sus sentidos y envenene las fuentes de su felicidad, a la vez que critica como peligrosa a la imaginación. ¿Cual es el uso propio de la imaginación, y cual no lo es? Considere varios eventos históricos concretos relacionados a la religión (digamos: las Cruzadas, la invasión de las Américas por europeos, la persecución de científicos por la iglesia, instantes de terrorismo reciente, guerras santas, etc.) Puede también referirse a estadísticas concretas sobre los niveles de vida de las sociedades mas religiosas versus las menos religiosas. ¿Considera que sea merecida la crítica severa a la religión en este capítulo, a la luz de estos eventos o datos concretos?

La novela cierra con una exhortación a la felicidad, así seamos laicos o religiosos. ¿Que se puede decir de la expresión peculiar del humanismo secular que vemos en la tradición epicúrea? ¿De que manera se distingue de otros humanismos?

Además, hay que recordar que la autora era amiga personal de Thomas Jefferson, el autor de la Declaración de Independencia de EU que escribió en este documento que la búsqueda de la felicidad es inherente a la condición humana. Se sabe que Jefferson anduvo con copias de fragmentos de esta obra consigo por muchos años. ¿Que se puede decir del efecto que ha tenido esta obra, y la tradición epicúrea en general, en la historia del Nuevo Mundo y en la cultura occidental?

Varios días en Atenas – Capítulo 2

DE LA COMPASION HACIA LOS VICIOSOS

El asombrado, atemorizado Teón desde el brazo del sabio, se tambaleó hacia atrás y fue salvado probablemente de una caída por una estatua que estaba contra la pared en un lado de la puerta; se apoyó en ella, pálido y casi desmayado. No sabía qué hacer, apenas qué sentir, y estaba totalmente ciego a todos los objetos que le rodeaban. Su guía, que posiblemente esperaba su confusión, no se volvió a observar sino avanzó de una manera tal que le cubrió para que sus asociados no le vieran, y aún le dio tiempo para recogerse, y se puso de pie para recibir y devolver saludos.

«¡Me hallo bien, mis hijos! Y supongo que ustedes también. ¿Están muriendo de hambre, o soy yo quien está muerto de hambre? ¿Ya usted comió su cena, o sólo se sentó anhelándola, maldiciendo mi retraso?»

«Lo último, sólo lo último,» gritó un joven alegre, corriendo al encuentro de su maestro. Otros avanzaron y en un momento Epicuro estaba encerrado en un círculo.

«¡Cuidado, cuidado!», gritó el filósofo. «Me llevan un paso más allá y van a tumbar un par de estatuas.»

Entonces, mirando por encima del hombro, «Les he traído, si no se les ha escapado, un muy agradable joven de Corinto para el cual voy a exigir una recepción mientras se recompone.» El maestro le tendió la mano con una mirada de aliento hechizante y Teón todavía vacilante avanzó. La niebla se había ido de sus ojos y el cantar de sus oídos, y tanto la habitación como la compañía quedó de manifiesto ante él. Tal vez, si no hubiera sido por este movimiento y aún más esta apariencia del sabio, hubiera hecho hace un momento un retroceso en lugar de un avance

«En la sala de Epicuro, en esa sala que Timócrates había contemplado». ¡Oh, imaginen que horrible! «Y un discípulo de Zenón, el amigo de Cleantes, el hijo de un seguidor de Platón, tenía que cruzar el umbral del vicio, el umbral de los impíos garguetianos». Sí; ciertamente habría huido si no hubiera sido por la mano extendida y esa sonrisa cautivadora. Sin embargo, estos conquistaron. Avanzó, y con un esfuerzo de compostura, se unió con la mano que le ofrecían. El círculo se abrió y Epicuro presentó ‘un amigo’. «Su nombre lo deben aprender de el mismo, yo sólo conozco su corazón, y aunque sea un conocimiento de dos horas, me declaro enamorado de el.

«Entonces él será mi hermano», exclamó el animado joven que antes había hablado, y corrió a los brazos de Teón.

«¿Cuando vamos a utilizar nuestros propios ojos, oídos y entendimiento?», dijo el sabio, acariciando suavemente la cabeza de un erudito. «Miren nuestro nuevo amigo no sabe cómo responder a su afecto prematuro.»

«Espera,» contestó el joven con malicia, «recibir el mismo elogio de mí que tuvimos de él. Deje que el maestro diga que él está enamorado de mi corazón, y él también abrirá sus brazos a un hermano».

«Espero que no sea tan tonto», respondió alegremente el sabio. Luego, con un acento más grave, pero aún más dulce, «Espero que juzgue todas las cosas y todas las personas con su propio entendimiento, y no con el de Epicuro o aún de un hombre mas sabio. ¿Cuando puedo esperar esto de Sofrón?», sonriendo y moviendo la cabeza, «¿puede Sofron decirme?»

«No, de hecho, él no puede,» unido al erudito, sonriendo y sacudiendo la cabeza también, como en imitación de su maestro.

«¡Vamos, vamos, bandido! Y muéstrenos nuestra cena; a medias sospecho que ya la ha devorado.» Se dio la vuelta y, tomando familiarmente a Teón por el hombro, caminó hasta la sala, o más bien la galería, y entró en una amplia rotonda.

Una lámpara, suspendida desde el centro del techo, iluminaba una mesa debajo de ella con comida sencilla pero elegante. Alrededor de las paredes, en nichos a la misma distancia unos de otros, se situaban doce estatuas, el trabajo de los mejores maestros; en cada mano ardía una lámpara en un pequeño trípode. Al lado de una de las lámparas, una figura femenina estaba reclinada en un sofá, leyendo con esmero un libro que estaba sobre su rodilla. Su cabeza se inclinaba algo hacia adelante como para ocultar su rostro, que además estaba ensombrecido por su mano. Con su codo apoyado en un brazo del sofá, extendió su mano por encima de sus cejas como para aliviarse de la intensidad de la luz. A sus pies estaba sentada una joven a cuyo lado había una pequeña cítara silenciosa y olvidada por su dueña. Creta pudo haber prestado a esos ojos su chorro espumoso, pero todo el alma de ternura que emanaba de ellos era puramente jónico. Los labios carnosos y rubicundos, entreabiertos, mostraron dos hileras de perlas que Tetis habría envidiado.

Sin embargo, un ojo vulgar no hubiera descansado sobre el rostro: su aparencia quería la armonía dórica y su tez se veía teñida por un sol africano. Teón, sin embargo, no vio esto ya que sus ojos se posaron en los de la chica, que estaban elevados al rostro de su compañera estudiosa. Nunca se había leído un libro más seriamente que por esa cara de ojos gentiles y suaves que parecían adorar mientras contemplaban. El sonido de pasos que se acercaban llegó a oídos de la doncella. Se levantó, se sonrojó, medio devolvió el saludo del maestro y tímidamente retrocedió algunos pasos.

La estudiante seguía atenta al pergamino sobre el cual colgaba cuando el sabio avanzó hacia ella y puso un dedo encima de su hombro, «¿Que usted lee, mi hija?».

Ella bajó su mano y mostró su cara. ¡Qué rostro se reveló entonces! No era una belleza en plena flor sonrojada de juventud, cortejando el amor y el deseo. Era la dignidad, dueña de sí misma, de la condición de mujer madura y la noble majestad de la mente, que pedía respeto y prometía deleite e instrucción. Las características no eran las de Venus, sino las de Minerva. Los ojos parecían profundos y constantes bajo dos cejas bien alineadas que el sentido común, no los años, había tejido un poco en el centro de la frente, mientras que lo demás era uniformemente liso y pulido como el mármol. La nariz era más romana que griega, sin embargo perfectamente regular y, aunque no era masculina, era severa en la expresión, excepto por una boca donde todo lo que era encantador y lleno de gracia habitaba. La barbilla era elegantemente redonda y tornada a la manera griega. El color de las mejillas era de la rosa más suave y más pálida, tan pálida, de hecho, que apenas son perceptibles hasta que son profundizadas por la emoción. Fue así que en este momento: sobresaltada por la palabra del sabio, un color brillante visitó su cara. Enrolló el pergamino, lo dejó caer en el sofá y se levantó. Su estatura era muy por encima de la norma femenina, pero cada miembro y cada movimiento era simetría y armonía. «Un tratado de Teofrasto; elocuente, ingenioso y quimérico. Tengo ganas de contestarle.» Su voz era calma y profunda, como los tonos de un arpa cuando sus acordes son golpeados por las manos de un maestro.

«Nadie podría hacerlo mejor», respondió el sabio. «Pero debería haber adivinado que el anciano peripatético iba a ser silenciado por el lápiz más agudo, elegante y sutil de Atenas.» Ella se inclinó ante el cumplido.

«¿Es ésta entonces la famosa Leoncia?» murmuró Teón. «Timócrates debe ser un mentiroso.»

«Yo no sé», reanudó Leoncia, «si esta noche hubiera pensado con tanta frecuencia que Teofrasto estaba equivocado, si no me hubiera dado tan continuamente la sensación de que él se creía justo. ¿Debo buscar la causa de esto en la vanidad del escritor o la del lector?»

«Tal vez,» dijo el maestro, sonriendo, «encontrará que se encuentra en los dos.»

«Yo creo que tiene razón,» devolvió Leoncia. «Teofrasto, al traicionar su amor propio, ha herido el mío. Quien está a punto de demostrar que su manera de pensar es correcta, debe tener en cuenta que también va a demostrar que todas las otras formas de pensar están equivocados. Y si esto retarda su esfuerzo, debe tener aún más cuidado en demostrar modestia al llevarlo a cabo. Es cierto que tenemos una obligación de sacrificar nuestra propia vanidad antes de llamar a los demás a hacer un sacrificio de la suya. Pero yo no particularizo a Teofrasto por a veces olvidar esto, ya que solo he conocido a uno que siempre lo recuerda. La mansedumbre y la modestia son también las cualidades más indispensables en un maestro y las más raramente poseídas. Fueron estas las que usó Sócrates para ganar los oídos de la juventud ateniense y son éstas,» inclinándose ante el maestro, «que la ganará para Epicuro «.

«Si aceptara su alabanza, mi hija, no debería tener duda de la verdad de su profecía. Ya que, en efecto, el modo de entregar una verdad hace, en su mayor parte, tanta impresión en la mente del oyente como la verdad misma. Es tan difícil de recibir las palabras de sabiduría de los rudos, como es amar o incluso reconocer la virtud en la austeridad.» Él se acercó a la mesa mientras hablaba.

A menudo durante la cena los ojos de Teón eataban clavados en el rostro de esta discípula. ¡Tal gracia! ¡Tal majestad! ¡Más que todo lo dicho, que intelecto! Y esta: ¡esta fue la Leoncia que Timócrates había llamado una prostituta sin vergüenza ni medida! ¡Y este fue el Epicuro que había arruinado con nombres demasiado viles y horribles para repetir incluso en el pensamiento! Y estos–continuando su soliloquio interior mientras miraba alrededor de la junta–estos fueron sus víctimas, los devotos del vicio de un maestro impío.

«Llegó justo a tiempo esta noche», exclamó Sofrón, dirigiéndose al filósofo; «a tiempo para los pulmones de dos de sus estudiantes.»

«Y para los oídos de un tercero,» interrumpió Leoncia. «Fui llevada al exilio.»

«¿Cuál era el tema?» preguntó Epicuro.

«Si el vicioso es justamente objeto más de indignación o de desprecio: Metrodorus abogó por el primero y yo por el segundo. Que el maestro decida».

«Él va a dar su opinión, sin duda; pero no es una decisión».

«Bueno, y su opinión es la de …»

«Ninguno de los dos.»

«¡Ninguno de los dos! No tenía idea de que la cuestión tuviera más de dos lados».

«Tiene un tercero; y yo casi nunca oí una pregunta que no lo tuviera. Si hubiera mirado al vicioso con indignación, nunca lo habría ganado para la virtud. Si le viera con desprecio, nunca lo había tratado de ganar».

«¿Cómo es posible,» dijo Leoncia, «que los estudiantes estén tan poco familiarizados con el temperamento de su maestro? ¿Cuándo ha mirado Epicuro al vicioso con otra cosa que compasión?»

«Es cierto», dijo Metrodorus. «Yo no sé cómo me olvidé de esto, cuando tal vez es el único punto que he presumido discutir con él más de una vez, y sobre el cual he persistido en mantener una opinión diferente.»

«No hable de presunción, hijo mío. ¿Quién no tiene derecho a pensar por sí mismo? O, ¿quién es aquel cuya voz es infalible y digna de silenciar a la de sus semejantes? Y recuerde, que al permanecer sin estar convencido por mi argumento en una ocasión sólo puede tender a hacer que su convicción sea más halagadora hacia mí en las demás ocasiones. Sin embargo, sobre el punto que discutimos, si yo estuviera ansioso de convertirle a mi opinión, conozco a uno cuyo argumento, mejor y más violento que el mía, va mucho más eficazmente a hacerlo.»

«¿De quién habla?»

«Nadie mas que el canoso viejo Tiempo,» dijo el maestro, «que, mientras nos lleva suavemente hacia adelante en el camino de la vida, nos muestra muchas verdades que nunca hemos escuchado en las escuelas, y algunas que al escucharlas, las encontramos difíciles de recibir. Nuestro conocimiento de la vida humana debe ser adquirido por nuestro paso a través de ella; las lecciones del sabio no son suficientes para impartirlo. Nuestro conocimiento de los hombres debe ser adquirido por nuestro propio estudio de ellos; el informe de los otros nunca nos convencerá. Cuando usted, hijo mío, haya visto más de la vida y estudiado más hombres, va a encontrar, o por lo menos yo creo que encontrará, que no es imprudente ser indulgente con las debilidades, y hasta incluso con los crímenes de nuestros semejantes. En la juventud, actuamos bajo el impulso de los sentimientos y sentimos sin detenernos a juzgar. Una acción viciosa en sí misma, o que lo es tan sólo en nuestra opinión, nos llena de horror y nos hace apartarnos de su agente sin esperar a escuchar el motivo que su ignorancia podría solicitar nuestra merced. En nuestros años madurados, suponiendo que nuestro juicio haya madurado también, cuando nos parezcan evidentes todas las tentaciones insidiosas y todos los inconvenientes con los que ha lidiado, tal vez desde su nacimiento, es entonces y no antes que nuestra indignación ante el delito se pierde en nuestra piedad del hombre».

«Yo soy el último», dijo Metrodorus, mientras un rubor carmesí se extendía por su rostro, «que debería oponerse a la clemencia de su maestro hacia el ofensor. Pero hay vicios, diferentes de aquellos a los que me salvó el maestro que, si no son más indignos, quizá sean más imperdonables porque se cometen con menos tentación; y más repugnantes porque brotan menos de la ignorancia irreflexiva  que del cálculo de la depravación.»

«¿Acaso no somos propensos,» dijo el sabio, «a atenuar nuestras debilidades, incluso mientras las condenamos? Y ¿no halaga eso nuestro amor propio el pesar nuestros vicios contra los de los semejantes más descarriados?»

El erudito se inclinó hacia delante y al agacharse, su rostro en la mano de su maestro que descansaba sobre la mesa, hizo sentar el carmesíes de su mejilla sobre ella. «Yo no pretendo disculpar los antiguos vicios de Metrodoro. Me encanta tener en cuenta toda su magnitud porque mientras más atroces son los vicios de su juventud, mayor es la deuda de gratitud que un hombre tiene que devolverle. Pero dígame,» agregó, y levantó los ojos hacia el rostro benigno del sabio, «¿dígame, ¡oh mi amigo y guía! si el alma de Metrodoro es baja o engañosa; o si su corazón ha resultado ser infiel a la gratitud y el afecto?»

«No, hijo mío, no,» dijo Epicuro con el rostro radiante de bondad y una lágrima que brillaba en sus ojos. «¡No! El vicio nunca se atragantó los cálidos sentimientos de su corazón ni nubló la ingenuidad justa de su alma. ¡Pero, hijo mío, unos años más tarde y quien sabe lo que pudo haber pasado! Confíe en mí, nadie puede beber de la copa del vicio con impunidad. Pero usted dirá que hay cualidades de tan mala o tan horrible naturaleza como para colocar al hombre que se rige por ellas fuera del seno de la comunión con los virtuosos. La malicia, la crueldad, el engaño, la ingratitud–crímenes como estos, usted piensa que deben inspirar contra los condenados por ellos sentimientos peores que el aborrecimiento, la execración y el escarnio. Y sin embargo, tal vez estos vicios no fueron siempre naturales para el corazón que ahora influencian. Las impresiones fatales y el ejemplo vicioso que operan en el marco de la infancia pueden pervertir todos los regalos justos de la naturaleza, pueden haber distorsionado la tierna planta desde que era semilla y aplastado todas las flores de la virtud en el germen. Digan, ¿no seremos compasivos con la enfermedad moral de nuestro hermano y tratar de usar nuestra habilidad para devolverle la salud? ¿Es el mal incurable? ¿Está la mente tensa en deformidad inmutable y el corazón corrompido en el núcleo? Mayor entonces, mucho mayor será nuestra compasión. Porque, ¿no es completa su miseria cuando sus errores no tienen esperanza de corrección? Oh, ¡hijos míos! Los malvados podrían hacer el mal a los demás, pero nunca podrán infligir una punzada como la que soportan ellos mismos. Estoy satisfecho, porque de todas las miserias que desgarran el corazón del hombre, ninguna puede compararse con las que se siente bajo el influjo de las pasiones funestas.»

«Oh,» gritó Teón, girando con un rubor tímido hacia Epicuro, «He tenido mucho tiempo posesión de la virtud, pero seguramente hasta esta noche nunca habia sentido su persuasión.»

«Veo que no nació para ser un estoico,» dijo el maestro sonriendo, «¿Por qué, hijo mío; qué le hizo enamorarse de Zenón?»

«Sus virtudes», dijo el joven con orgullo.

«Su rostro fino y bien hablar», respondió el filósofo, con un tono de ironía juguetona. «¡No, no se ofenda!», y extendió su mano sobre el hombro de Teón, que se reclinó en el sofá junto a él. «Admiro tu maestro mucho y voy a escucharlo muy a menudo.»

«En efecto!»

«¿En efecto? Sí, en efecto. ¿Es tan maravilloso?»

«Usted no estaba allí.» Teón se detuvo y miró hacia abajo en la confusión.

«¿Hoy en día, quiere decir? Sí, era yo; y oí una descripción de mí persona que paralela en agrado con Las Nubes* del viejo Sócrates. ¿No le resulta muy parecida la descripción?» Se inclinó sobre el lado de la camilla, y miró la cara de Teón.

«Yo … yo …» El joven tartamudeó y miró hacia abajo.

«Usted piensa que lo es», dijo el sabio como si estuviera concluyendo la frase por él.

«No, creo que no lo es; juro que no lo es,» estalló el juventud con ganas, y parecía que se iba a arrojar a los pies del filósofo. «¡Oh! ¿Por qué no fue al frente y silenció al mentiroso?»

«En verdad, hijo mío, el mentiroso era demasiado agradable para estar enojado con el y demasiado absurdo para ser contestado.»

«Y sin embargo, ¿le creen?»

«Por supuesto.»

«Pero ¿por qué entonces no responderle?»

«Y así hago. Yo le respondo en mi vida. La única manera en que un filósofo debe responder a un tonto, o en este caso, a un bribón».

«Estoy realmente perplejo,» gritó Teón mirando al filósofo, luego el semblante de Leoncia, y luego lanzando una mirada alrededor del círculo. «Estoy realmente desconcertado con asombro y vergüenza», continuó, bajando los ojos, «¡por haber escuchado a ese mentiroso Timócrates! ¡Qué tonto me han de pensar!»

«No más necio que Zenón», dijo el sabio riéndose, «¡Lo que un filósofo escucha, no puedo culpar a un estudiante por creerlo!»

«¡Oh, pero si Zenón lo conociera!»

«Entonces, sin duda me odiaría.»

«Usted bromea.»

«En serio. ¿No sabes que quien se pelea con la doctrina de uno, siempre debe discutir con la práctica de uno? Nada es mas provocador que un hombre que predica con saña y actúa virtuosamente».

«Pero usted no predica con saña.»

«Espero que no. ¡Pero los que llaman así, sí! Y lo creen honestamente en su corazón honesto creo que es así sobre los que predican una doctrina diferente, que no tiene por qué ser mejor».

«Pero Zenón confunde su doctrina.»

«No tengo ninguna duda de que la expone mal.»

«La confunde por completo. Él cree que usted es no tiene ninguna otra ley, ni otro principio de acción, que el placer.»

«Él cree correcto.»

«¿Cierto? ¡Imposible! Dice que le enseña a los hombres a reírse de la virtud, y a entregarse con desenfreno al lujo y al vicio».

«Ahí cree mal.»

Teón se veía igual que se sentía, curioso e incierto. Miró por primera vez al filósofo y, cuando no procedió, tímidamente alrededor del círculo. Cada rostro tenía una sonrisa en ella.

«Las orgías se concluyen.» dijo Epicuro, levantándose y volviéndose con gravedad afectada hacia el joven corintio. «Ha visto los horrores de la noche; si le han dejado alguna curiosidad por los misterios del día, busque nuestro jardín por la mañana en la salida del sol y será iniciado. »

Capítulo 3

* Las Nubes se refiere a una comedia de Aristófanes donde Sócrates es ridiculizado indecentemente.

Varios días en Atenas – Capítulo 1

VARIOS DÍAS EN ATENAS

LA TRADUCCIÓN de un manuscrito griego descubierto en Herculano por FRANCES WRIGHT

*

«Por unir felicidad y virtud, la facilidad contenta de Epicuro es pocas veces entendida»

– Thomson Liberty

*

Dedicado a Jeremy Bentham como testimonio de mi admiración a sus sentimientos iluminados, esfuerzos útiles y filantropía activa, y de mi gratitud por su amistad, esta obra es escrita con afecto y respeto por Frances Wright

Londres, 12 de marzo  de 1822

*

Capítulo 1

EL BUEN EXTRAÑO

«¡Que monstruoso!», gritó el joven Teón cuando llegó del pórtico de Zenón. «¡Oh dioses! ¿Dejarán que sus nombres sean así blasfemados? ¿Cómo no golpean con truenos al malhechor y maestro de tales atrocidades? ¡Qué! ¿Dejarán que nuestros jóvenes y los jóvenes de las siguientes generaciones sean seducidos por este desvergonzado garguetiano? ¿Será el pórtico estoico abandonado por el jardín de Epicuro? ¡Minerva, protege tu ciudad! ¡Cierra los oídos de tus hijos contra la voz de este engañador!»

Así fue como Teón dio rienda suelta a la indignación que las palabras de Timócrates habían generado en él. Timócrates había sido discípulo de la nueva escuela; pero, tras pelearse con su maestro, había huido a los seguidores de Zenón; y para ganar mayor mérito por su apostasía y ganar los corazones de sus nuevos amigos, derramó maldiciones diarias sobre su antiguo maestro y sus discípulos en los colores más negros de la deformidad; revelando, con un rostro distorsionado como con horror, y una voz apresurada y suprimida como por agonías de recuerdos terribles, los secretos de esas orgías de medianoche donde, en medio de sus discípulos, el filósofo de Gargueto ofició de maestro sobre malditas ceremonias de desorden e impiedad.

Con la cabeza llena de estos horrores nocturnos, el joven Teón atravesó con pasos apresurados por las calles de Atenas y al salir de la ciudad, sin percibir que lo hizo, tomó el camino hacia el Pireo. El ruido del puerto lo despertó a recogerse y, sintiéndose fuera de sintonía con sus pensamientos, se dirigió a los bancos más pacíficos del (río) Cefiso y, sentándose en el tronco de un olivo marchito, sus pies casi bañados por el agua, se dejó caer de nuevo en su ensueño. Cuánto tiempo se había sentado allí no sabía, cuando el sonido de pasos que se acercaban suavemente una vez más le despertó. Volvió la cabeza y, después de una sorpresa y una mirada de asombro, se inclinó con veneración a la figura que tenía delante. Era de tamaño medio y revestido de blanco, puro como las vestiduras de la pitia. La forma, la actitud, los pliegues de la túnica eran como los que el cincel de Fidias le habría dado al dios de elocuencia. La cabeza combinaba con el resto de la figura, asentándose sobre los hombros con una gracia que un pintor se hubiera detenido para contemplar: elevada, aunque algo inclinada hacia adelante como si suavemente habituado a buscar atención y con benevolencia darla. La cara la hubiera mirado un poeta, y hubiera pensado que miraba en ella una de las imágenes de su fantasía consagrada. Las características no eran emitidos para las estatuas; eran nobles, pero no regulares. La sabiduría se emitía ligeramente desde el ojo y el candor estaba en la frente ancha, la boca reposaba en una sonrisa suave, casi imperceptible, que no rizaba los labios o perturbaba las mejillas, y se observaba sólo en la benignidad serena y santa que brillaba sobre toda en la fisonomía: se trataba de un rayo de sol dormido en un lago lúcido. Las primeras líneas de la edad se trazaban en la frente y alrededor de la barbilla, pero tan suavemente como suavizar en lugar de profundizar la expresión: el pelo de hecho parecía prematuramente tocado por el tiempo ya que era de una de plata pura, echada hacia atrás desde la frente y bordeando la garganta detrás con rizos cortos. Recibió benignamente la salutación del joven, y suavemente con la mano la devolvió.

«No deje que perturbe sus meditaciones; Prefiero compartirlas que molestarlas»

Si la apariencia del desconocido había encantado a Teón, su voz lo hizo ahora más.  Nunca antes había un sonido tan dulce, tan musical, tocado sus oídos.

«Seguramente contemplo y escucho una divinidad» exclamó, dando un paso hacia atrás, y a medias agachó su rodilla con veneración.

«De los bosques de la Academia, ya veo», dijo el sabio, avanzando y poniendo la mano sobre el hombro del joven.

Teón alzó la vista con un rubor modesto, y animado por el aspecto dulce del sabio respondió: «No, del pórtico».

«¡Ah! No hubiera pensado que Zenón pudiera envíeme un soñador. Usted está en una buena escuela», continuó, observando al joven confundido por su comentario; «una escuela de virtud real y, si he leído bien la cara, como creo que hago, veo un alumno que no va a deshonrar sus doctrinas».

El espíritu de Teón regresó. El desconocido tenía aquella mirada, voz y estilo que al instante da seguridad a los tímidos y extrae el amor desde el corazón que siente. «Si usted es hombre, ejerce más que una influencia humana sobre las almas de sus compañeros. Le he visto solo por un momento y ese momento me ha puesto a sus pies».

«No tan bajo, espero», contestó el sabio con una sonrisa. «Yo siempre había preferido ser el compañero antes que el amo.»

«O bien, ambas cosas», dijo el joven con ganas y, agarrando la mano extendida a medias del sabio, la besó con respeto.

«Usted es un entusiasta, ya veo. ¡Tenga cuidado, mi joven amigo! Así debe ser el mejor o el peor de los hombres «.

«Entonces, si le tuviera a usted por guía, debería ser el mejor.»

«¡Qué! ¿Un estoico pide un guía?»

«¡Yo un estoico! ¡Ojalá lo fuera; Todavía estoy parado pero en el umbral del templo».

«Pero, parado ahí, usted ha mirado al menos dentro y visto las glorias, ¿y eso no le anima a avanzar? ¿Quién que ha visto la virtud no la ha amado, y suspirado por su posesión? »

«Cierto, cierto; He visto la virtud en su más noble forma, tan noble que mis ojos se han deslumbrado por la contemplación. He mirado a Zenón con admiración y desesperación».

«Aprender en vez a mirar con amor. Quien solo admira la virtud, produce solo la mitad de su cuota. Ella pide que se le acerque para ser abrazado, no con temor sino con confianza, no con asombro sino con entusiasmo».

«Pero, ¿quién puede contemplar a Zenó, y tener la esperanza de rivalizar con él?»

«Usted, mi joven amigo: ¿Por qué no debería? Usted tiene inocencia; usted tiene sensibilidad; usted tiene entusiasmo; usted tiene ambición. ¿Con que mejor promesa podría comenzar su carrera Zenón? ¡Coraje, m’ijo!» parando aquí, porque habían caminado insensiblemente hacia la ciudad durante el diálogo, y poniendo la mano sobre la cabeza de Teón: «queremos solo la voluntad de ser tan grandes como Zenón.

Teón había dado un suspiro, pero esta acción y la mirada que lo acompañaba cambió suspiro por sonrisa. «Usted me daría vanidad.»

«No; pero le haría sentir más seguro. Sin confianza Homero nunca hubiera escrito su Ilíada. No, ni tampoco Zenón ahora sería adorado en su pórtico «.

«¿Usted entonces piensa que la confianza haría de todos los hombres Homeros y Zenones!»

«No todos; pero un buen número. Creo que miles de personas tienen las semillas de la excelencia en ellas, pero nunca descubren que la poseen. Ahora, no estábamos hablando de la poesía y la filosofía, sólo de la virtud – todos los hombres ciertamente no pueden ser poetas o filósofos, pero todos los hombres pueden ser virtuosos».

«Lo creo», respondió el joven con un rubor modesto», si se me permitiera caminar con usted todos los días en las fronteras de Cefiso, me desaparecería con frecuencia del pórtico.»

«¡Que los dioses prohíban», exclamó el sabio en broma, «que venga yo a robar un prosélito! ¿y de Zeno, además? Podría costarme caro … ¿Qué está pensando?», reanudó, después de una pausa.

«Estaba pensando,» respondió Teón, «que es una pérdida para el hombre que no es usted el maestro en los jardines en lugar del hijo de Neocles.»

«¿Conoce al hijo de Neocles?», preguntó el sabio.

«Los dioses prohíban que tenga que conocerlo más que por informe! No, venerable forastero; no me insulte tanto como para pensar que he entrado en los jardines de Epicuro. No hace mucho tiempo que he estado en Atenas, pero espero que, si debo vivir de ahora en adelante mi vida aquí, nunca sea seducido por el defensor del vicio».

«En mi alma espero lo mismo. Pero usted dice que no ha estado mucho tiempo en Atenas. Usted viene aquí a estudiar filosofía.»

«Sí; mi padre era un erudito de Jenócrates; pero cuando él me envió de Corinto, él me invitó a asistir a todas las escuelas, y con eso encontrar cual es la que da el más completo entendimiento de la virtud.»

«Y ha encontrado que es la de Zenón.»

«Creo que si: pero un día casi me convierte un joven pitagoreano y he estado a menudo en peligro de convertirme a la academia.»

«No necesita decir en peligro porque, aunque creo que elige bien al optar principalmente por Zenón, me gustaría que asista a todas las escuelas y con un oído dispuesto. Existe un cierto riesgo en el seguimiento de una secta en particular, incluso la más perfecta, de que la mente se dañe y el corazón se contraiga. ¡Sí, jovencito! es posible que esto suceda incluso en el pórtico. Ninguna secta existe que no tenga sus prejuicios y sus predilecciones.»

«Creo que lo que dice es cierto.»

«Yo sé que digo la verdad», respondió el sabio, en un tono de alegría que había más de una vez usado; «Yo sé que digo verdad, y si hubiera necesitado antes pruebas para confirmar mi opinión, esta nuestra presente conversación me la ha ofrecido.»

«¿Cómo es eso?»

«No, si yo fuera a explicar, no me creería; ningún hombre puede ver sus propios prejuicios; no, aunque un filósofo debe apuntar el dedo a ellos. ¡Pero paciencia, paciencia! El tiempo y la oportunidad deberán corregir todas las cosas. ¿Por qué, usted no habrá pensado … » reanudó, después de una breve pausa, «usted no pensó realmente que no tenía prejuicios? ¡Dieciocho años, no más, si se me permite juzgar por la tez, y sin prejuicios! ¿A penas me atrevo a afirmar que yo mismo no los tengo, y creo que he luchado más y por mas tiempo en su contra de lo que puede haber hecho usted.»

«¿Qué quiere que haga!», preguntó el joven con timidez.

«¿Hacer? ¿Bueno, quiero que haga una cosa muy extraña. No se olvide de dar una o dos vueltas por el jardín de Epicuro «.

«¡Jardín de Epicuro! ¡Oh, Júpiter!»

«Muy cierto, por Juno.»

«¡Qué! ¿Para escuchar las leyes de la virtud confundidas y negados? ¿Para escuchar el vicio exculpado, defendido y alabado? ¿La impiedad y el ateísmo profesados e inculcados? ¿Para presenciar las orgías nocturnas de vicio y desenfreno? ¡Por los dioses, qué horrores ha revelado Timócrates!»

«Horrores, en verdad, algo terrible, mi joven amigo; pero debería entender que Timócrates está un poco confundido. Me inclino a dudar que las leyes de la virtud fueran confundidas o se les negara, o que defiendan y alaben el vicio los maestros profesos. Y si yo realmente escuchara tales cosas, simplemente debería concluir que el hablador es loco, o al contrario que se entretiene cambiando el significado de las palabras y que por el término virtud entiende vicio, y así por el estilo. En cuanto a la inculcación de la impiedad y el ateísmo, esto puede ser exagerado o malinterpretado. Muchos son llamados impíos no por tener una peor religión, sino una diferente a la de sus vecinos; y muchos ateos, no por la negación de Dios, sino por pensar algo peculiar con respecto a él. Sobre las orgías nocturnas de vicio y desenfreno no puedo decir nada; soy demasiado ignorante de estas cuestiones ya sea para exculpar o condenarlas. Tales cosas pueden ser, y yo nunca oír de ellas. Todas las cosas son posibles. Sí …» dijo el sabio volviendo la cara benigna de lleno sobre el joven, » … incluso es posible que Timócrates mienta. »

«Esta posibilidad, de hecho, no se me había ocurrido.»

«No, mi joven amigo; y voy a decir por qué: Porque él le dijo algo absurdo. Deje que un impostor sostenga una probabilidad, y apenas va a imponer. Al tratarse de lo maravilloso, lo que le hace cosquillas a la imaginación, se gana el juicio, y una vez que se ha perdido el juicio, ¿que salvará incluso un hombre sabio de la locura?»

«Debería realmente regocijarme por encontrar las doctrinas del garguetano menos monstruosas de como les he pensado hasta ahora. Digo menos monstruosa, porque usted no deseará que yo las considere buenas».

«Desearía que no piense nada bueno o malo en base a mi decisión. La primera y la última cosa que yo diría a un hombre es: piense por usted mismo. Una mala frase de los pitagóricos es «el maestro lo dijo». Si el joven discípulo que usted ha mencionado alguna vez va a tener éxito en su conversión, entonces crea en la transmigración de las almas por alguna razón que no sea que Pitágoras lo enseñó.»

«Pero si me permite la pregunta, ¿opina usted bien de Epicuro?»

«No fue mi intención hacer una apología de Epicuro, sólo dar una advertencia contra Timócrates, pero vemos. Estamos en la ciudad, lo cual es afortunado porque está ya oscureciendo. Tengo un grupo de jóvenes amigos que me espera y, a menos de que sea aprensivo de orgías nocturnas, yo pido que se una a nosotros.»

«Yo no les temeré mientras tenga un guía como usted,» respondió el joven, riendo.

«Yo no creo que sea imposible que les tema, sin embargo, como usted parece opinar», dijo el sabio, riendo a su vez con mucho humor, y entrando en una casa mientras hablaba; luego, abriendo con un brazo una puerta y con el otro halando suavemente al joven junto con él: «Yo soy Epicuro.»

Capítulo 2